NUBES

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Y aquí, tendido sobre el verde pasto, me hallo una vez más, paciente, esperando. Mi vista, como de costumbre, fija en el cielo. Cielo habitualmente gris, sucio, un opresor manto que encapsula una silente melancolía. Pero hoy no: hoy es bello, de un celeste sólido y vivo. Es un mar de vigor y en ese mar, flotando, van libres las nubes. Blancas, dispersas, gaseosas, son trozos rasgados de una extraña sábana que cubre nuestros límites. Lo sé, es probable que esta acaso profunda estulticia de la que soy presa durante los constantes momentos de prolongada espera sea la catalizadora de tan trilladas elucubraciones. De ser así, agradezco a quien hace esto posible. Aunque me desespere, aunque provoque en mí la más aguda confusión, es eso lo que vuelve posible formular la más breve de estas líneas.

Regreso a las nubes, porque hastiadas de mis peroratas y galimatías han hallado conveniente comenzar a moverse. ¡No, no se vayan! Es en ustedes que encuentro mi paz. Avanzan lentamente, van perdiendo su forma contra el viento, se deshacen en el horizonte, pero tras ellas llegan más, cada una distinta a la anterior. Aunque lentas, desafían libérrimas los límites de su ser al precio de la expiración. ¿Es que acaso nadie les advirtió de las consecuencias de tan descabezada intransigencia? De rato en rato se detienen, pero la marcha se reanuda sin vacilación para hallar su fin una vez más. Ser una nube, flotar diáfana y sin rumbo fijo, inconsciente de a dónde, solo avanzar y mutar hasta desvanecerse, qué apetecible. Y, sin embargo, no son inocentes, lo he notado. Por el contrario, conocen su final, saben que por más cambio que realicen acabarán fundiéndose en el mar y aun así no se amilanan ante su ineluctable fin: le afrontan dichosas. ¿Sabrán a dónde vamos a parar? No piensan contármelo, tal imprudencia restaría el propósito al Ser, dicen ¿No pierde acaso la vida más aún su propósito al no saber qué hay tras estos angostos e insondables ventanales que no proyectan sino meros espejismos del mundo exterior en lo alto de esta prisión cárnica? Elucubrar los potenciales senderos del más allá en lugar de aprovechar los infinitos goces de la vida, y confrontar las mundanas acritudes que se nos vengan encima, ¿cómo evitarlo? Es tan fácil perderse.

Regreso a las nubes, porque no se mueven más. Se han conglomerado en extraños y vastos cuerpos grumosos cuya blancura se entremezcla con los rayos naranjas de un sol lánguido y cuya holgura se pierde justo donde termina el mar. Mientras, yo la sigo, la sigo esperando. Lo que le escribo es todo de mí, lo que me contesta: nada. Su silencio es transgresor, se entierra en mi pecho atravesando con impresionante facilidad la piel, los músculos, el hueso. Es una hoja fina que acomete sin dar lugar a tregua alguna. Su imagen viene a mi mente, no hace más que lacerar mis neuronas. En su rostro veo el cielo, en el cielo su rostro, en las nubes su rostro, todo en su rostro y su rostro en todo. Nunca la sentí, solo cuando besé tiernamente su mejilla, nunca, y cuando más quería se fue, y aquí permanezco esperando, el sol se oculta y mi cara arde y da al firmamento y yo solo deseo verla y hablarle una vez más y decirle que lo siento y que la anhelo tanto porque en el sol se va y se oculta y mi cara mi cara frío y ella allí en las nubes desaparecen se deshacen todas van al sol y ella también las nubes me dejan y nubes puras nubes blancas a veces negras negro el cielo y amenazan tempestad, tempestad de fuego y fuego rosa rosa pálido una vez más naranja al mar negro a la ciudad y las sombras bañan un cuerpo es cuerpo débil febril fragmenta dolor acaso un olor olor oler oler su perfume solo una vez más mataría y mataría a mí mátame de una vez porque es mejor así que vivir aquí y tú allá y mar gras amar mar porque al mar van y mar azul mar sobre mí mi cabeza quema y olor mar a ella perfume piel suave y las nubes...las nubes se van.

Regreso a las nubes, porque las nubes se van. Tamaño error esperar por ella cuando con tantas ansias rehúsa verme. Yo permanezco estoico, pero ya no más, fútil es aguardar que venga a mí, es deber mío ir a donde ella esté. Fijo la vista en la argolla dorada, un hoyo en medio de las nubes agonizantes: se hunde en el mar y todas van a él. Realizo que debo llegar allí. Me pongo de pie y extiendo los brazos hacia el cielo, hacia las nubes. Me levanto, entonces, ingrávido hasta alcanzarlas. Son frías, pero brindan un confort que jamás antes he experimentado. Me dejo llevar, oigo mi corazón palpitar, las sangre fluir por mis venas, mi estómago en plena digestión, los chispazos dentro de mi cabeza; las aves me acompañan, y las nubes también. Van al sol, al mar, todos vamos allá. 

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