1 Haciendo fuerza para respirar

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Llegué a casa y sentí como el mundo a mi alrededor se movía. A pesar del sacudón, mis pies parecían estacas que me aferraban a esa tan conocida sensación de estar fuera de la realidad. Siempre que eso pasaba, el espejo era el único que podía reconfortarme. Avancé sin moverme hacia él, como siempre, sabiendo que con solo mirarme las cosas se acomodarían. No tenía porqué ser distinto aquella vez, pero lo fue.

En el espejo no estaba yo, ni mi reflejo, ni mi sombra. Tampoco es que un muerto se había apoderado de mi existir y se exhibía como modelo frente al cristal, ensayando poses para futuras sesiones fotográficas. Ahí estaba mi rostro, mi pelo, mis brazos, mi vientre, mis piernas... todo lo que había sido, pero que ya no era más. Me acordé de mi abuelo, de mi papá, de mi hermano... siempre fui su princesa, su ángel, su luz. ¿Y hoy? Hoy soy una mujer. Una mujer que con todas sus ansias necesita que el mundo deje de verla como a una niña pequeña. Aunque tenga gestos aniñados y adore los dulces y los parques de diversiones, hoy mis necesidades van mucho más allá de lo que los hombres, que solían sentarme en sus faldas y consentirme en todo, puedan imaginar. Quizás lo imaginen –no en un sentido perverso-, pero que lo acepten, que lo asimilen como natural y propio de la existencia femenina, es otra cosa muy distinta. Tampoco significa que me olvide del mundo y solo piense en mis necesidades físicas y emocionales. Soy mujer, y eso no me prohíbe tener conciencia de mis actos y actitudes. Estoy viva. Como muchos.

El espejo está tan sorprendido como yo. ¿No esperaba que suceda de ese modo? Quizás pensaba ser testigo de tan glorioso día. Yo nunca había pensado en donde sucedería, pero el cómo... lo soñé infinidad de veces. Él llegaba, nos mirábamos, nos hacíamos amigos, paseábamos, nos enamorábamos, nos casábamos y en la noche de bodas el universo era invadido por millares de mariposas que escapaban de mi vientre, por entre mis piernas y... ¿y seriamos feliz para siempre? El sueño siempre acababa cuando acababa por primera vez. Él no tenía rostro, solo un cuerpo que existía solamente para hacerme sentir. Para hacerme conocer eso que tan bien tocaba de oído gracias a mis amigas licenciadas en sexología prematrimonial, casi siempre, con desconocidos de otras escuelas. Aunque lo único que me quedaba de sus relatos, era la idea de esa sensación de paz espacial e inhumana que, supuestamente, te transportaba al infinito. Supuestamente.

El mundo ya no tiembla, mis pies recuperaron la libertad. Soy yo la que perdí algo que nunca más voy a recuperar. Soy yo la que se salteó las miradas, la amistad, los paseos, el enamoramiento, el casamiento y la noche de bodas. Soy yo la que esta noche sangra por todos lados. Piernas, conciencia, corazón, infinito, realidad. Soy yo la que se muere de culpa por asesinar al verdugo que la inocencia me vino a robar. Y se la llevó a donde sea que su alma se haya ido. Y yo me quedé acá, haciendo fuerza para respirar.  

PRIMERA (y última) VEZOnde histórias criam vida. Descubra agora