Las dalias de la princesa de la China

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Un día de abril, el pequeño Leo se despertó con la necesidad de pintar un dragón.

Pintar la pared de su cuarto no era novedad, de hecho lo hacía a menudo, porque no había adultos que le pusieran freno. En ese tiempo tan tumultuoso, los adultos no parecían existir por completo, sino para honrar a la vida con el trabajo cansado de vigilar el campo olvidado, o para contarse de nuevo la vieja historia de cuando el general Villa pasó por esas tierras sobre un caballo blanco. Esas eran las cosas que lograban levantarles el ánima caída.

Menos a Leo.

No se equivoquen. Hubo un tiempo en que sí se divertía con los otros niños, gastando las horas muertas de la tarde persiguiendo pelotas de trapo o tirándose pequeñas balas de barro, flotando sobre caballos imaginarios. Eso fue mientras le duró la infancia. Ahora era un hombretón de casi diez años, y su instinto inequívoco para buscar la paz en la soledad le llevó a matar el tiempo dentro del cuartillo más oscuro de la casa —ese, que compartía con toda la tribu benévola de sus hermanos y hermanas—, pasando revista al único libro, uno que había llegado como un mal visitante, de improviso y que se quedó relegado, metido entre montones de polvo, hasta que alguien se dignase a rescatarlo.

Ya había llegado la tarde, se había agotado lo suficiente de recoger el maíz desgranado en un mantón blanco en la espalda, y aprovechó su descanso para volver a mirar el libro de los cuentos olvidados. El libro era viejo, viejísimo; había perdido varias hojas, dejando los cuentos inconclusos, empezando con el inicio maravilloso de un príncipe persa que se convirtió en perico, para terminar en una fábula moral de animalitos parlantes. Pero la hoja que más observaba Leo, en la que más había fijado sus ojos de niño ordinario, era la página más completa, un cuento de pocas líneas. Era el cuento del dragón verde de la China.

Recordó cuantas veces había visto al dragón dormido en la hoja, y cuantas veces hubiera deseado plasmarlo en el enorme mural que había hecho en la pared en medio de sus juegos de soledad, donde varias cosas habían quedado marcadas con sus manos torpes llenas de pintura: un cielo manchado, las flores, las aves, los maíces regios. Todo se había vuelto manchitas de dedos diminutos.

Ese día pintó su obra maestra. Una línea verde sobre una roja. Una mancha sinuosa y larga que ahora dormía cerca al jardín confuso con el que había adornado la pared.

Esa noche, el pequeño Leo se durmió, mirando contento al dragón soñador, quien había posado su cabeza maltrecha cerca de una de las dalias manchadas.

Esa noche, el pequeño Leo se durmió, mirando contento al dragón soñador, quien había posado su cabeza maltrecha cerca de una de las dalias manchadas

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Un día de abril, Guang Hong vio una dalia por primera vez.

Él había nacido para ver de todo. El mundo que le rodeaba iba creciendo con él, y cada cosa recién estaba aprendiendo a tener un nombre. A esas alturas de su incipiente vida, cuando apenas si podía caminar sin tropezarse con la tela sobrante de su hanfu, la túnica de seda con la que le envolvían cada mañana; él gustaba de preguntar por el nombre de cada cosa, a cada momento.

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