De cómo Tricia tenía razón

445 67 20
                                    



1

Juró por su dedo medio que si alguien le preguntaba por qué iba a McDonald's con su hermana, él respondería que por el helado de chocolate.

Nunca admitiría que la menor lo había chantajeado diciéndole que si no la llevaba a comer ahí una vez a la semana, todos se enterarían que a pesar de sus diecisiete años de edad, en ocasiones usaba su casco espacial y se imaginaba siendo un héroe que derrotaba marcianos con su rayo láser.

Abrió la puerta del establecimiento y, cuando Tricia pasó primero y lo volteó a ver, le hizo una grosería con la mano. No le importó que una madre regordeta lo mirase con cara de espanto; por él que se fuera a la mierda con sus treinta kilos de más. Su hermanita le contestó con una seña igual y le indicó con la misma mano el mostrador.

—Quiero una cajita feliz, escoge el juguete, pero si no me gusta vas a comprarme otra.— La niña era lista, macabra sólo a los ojos de su hermano.

Craig frunció el ceño y se formó en la fila resignado a su suerte. O no tanto, porque le dieron ganas de culpar a la vieja jorobada frente a él, o al niño gótico que se creía muy mayor diciéndole a su madre que quería una hamburguesa sin sorpresa.

Era su culpa después de todo.

Nadie le dijo que se fiara de la soledad y no pusiera seguro a la puerta de su habitación, él fue quien encendió las bocinas a todo volumen con la típica canción de pelea mientras simulaba que sus dedos mataban los cojines que se tardó un par de minutos en acomodar de forma estratégica.

Si cualquier otra persona lo hubiera intentado chantajear con eso se limitaría a molerle a golpes hasta que jurara por su madre que no soltaría una sola palabra de lo visto; la enana pelirroja era una Tucker, hasta ahí bien, podía con ello. Lo único que lo obligó a estar ahí parado era que esa niña diabólica actuaba el llanto de forma increíble, y siendo la nena consentida de papá sería sometido no solo a la humillación, sino que también sus privilegios monetarios serían absueltos por varios meses.

Ni hablar.

 —¿Cuál es el juguete que menos piden? —preguntó sin interés alguno cuando lo atendió la señorita. No prestó atención a la mirada encantadora que ésta le dirigió, con los labios formando una perfecta sonrisa rosada.

—El de Milhouse —canturreó con una voz más dulce de lo que seguro era. Craig no cambió su expresión despreocupada.

—Ese —y miró de soslayo el menú en las pancartas neón, levantó los hombros y regresó sus ojos oscuros a la dependiente—: También un refresco mediano.

A la joven no le salió su coqueteo, y cuando el chico se dio media vuelta para servirse el refresco casi chasqueó los dedos diciendo "Rayos" ante su inútil intento.

Le entregó a su hermana la Cajita feliz sin mediar palabra ni voltearla a ver. No estaba enojado, pero no encontraba sentido alguno en mirarla si todos los días veía su fea cara, -descrito con las palabras que él usaría-.

—Bastardo —dijo Tricia molesta al sacar el juguete de la caja. Era el que ella quería. Craig levantó el rostro sintiéndose ganador de esa pelea; los demás podrían verlo normal por sus gestos monótonos, sin embargo la pelirroja le conocía bien, y esa era su expresión de cuando hacía una jugarreta que sí le funcionaba.

Después de comerse la hamburguesa a una velocidad impresionante, se fue a la zona de juegos donde se reunió con otros críos que recién conoció. Craig le dio otro sorbo a su Sprite y paseó la mirada por el establecimiento buscando algo para distraerse. De un momento a otro un joven ataviado por el feo uniforme mal puesto entró al local y con eso, la mayoría de madres del lugar se pusieron de pie y le tocaron el hombro, a lo que él asentía con una sonrisa temblorosa. Una a una, las mujeres salían de ahí para ir al centro comercial de enfrente.

De cómo Tricia tenía razónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora