Introducción

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vulgar, remorse, entity.

Colton se despierta bañado en sudor, las sábanas convertidas en una piscina de tela incomoda y soporífera. Siente que se ahoga en su propia piel. El reloj de la mesilla de noche le chiva que son las cuatro de la mañana. Una ráfaga de brillante luz barre la habitación, colándose en los rincones más oscuros, mientras el único sonido que se escucha es el del bosque. Las hojas que caen lentamente, el aleteo de un pájaro y el frío aire nocturno que le envuelve y le abraza, hasta dejarle sin respiración.

Es la ciudad lo que le rodea.

Parálisis. La fase R.E.M es solo una leyenda que no recuerda haber alcanzado nunca, ni siquiera cuando está tan agotado que apenas se puede mantener en pie. Pero cuando la santa mano del peyote le bautiza, entonces cae en una espiral profunda donde no hay nada. Él no existe y el Hombre Alto no susurra. Sólo observa.

Está ahí cuando se afeita, en lo profundo del espejo, mirándole a través del velo fino que les envuelve. Asoma en la media sonrisa de la camarera que le atiende en la cafetería, oculto en la comisura de sus labios. Cree haberle vislumbrado entre los cuerpos que se rozan y bailan, que se frotan y gimen, que chocan y rebotan entre la marea de los locales a los que es asiduo. Asoma un dedo, en forma de honda, en la gota de leche que deja caer en su taza de café. El Hombre Alto es la realidad que le rodea. Crece dentro de él y se reproduce a través de las imágenes de su cabeza, de recuerdos recurrentes, frases sin sentido y sensaciones al límite de lo que puede aguantar.

Son las cuatro de la mañana y el Hombre Alto le aferra en la habitación de su hotel, entre edificios y neones, a cientos de kilómetros del pueblo, exigiendo su retorno al lugar que le vio nacer, llenando su cama de hojarasca, creando en el techo de la habitación un cielo abismal, sin fin ni sentido alguno, en el cual se ve reflejado como niño, como muchacho, como joven, como hombre. Y detrás de él, uno yaciendo sobre el otro, el Hombre Alto estira una mano y la posa sobre su garganta, apretando la nuez, hundiendo los dedos en su piel hasta que Colton se vuelve a despertar.

En el reloj siguen siendo las cuatro de la madrugada y hay una mancha de orina sobre la cama.

Ni siquiera se molesta en levantarse y limpiar, se da la vuelta y mira un instante las luces de candilejas de la ciudad que nunca se detiene. Cierra los ojos.

El Hombre Alto no está tumbado detrás de él.

Es otro sueño, no huele a Cross.

Audrey.


Hace cuatro semanas.

Kostya ha muerto. Hace dos noches, entre estertores, maldiciones en ruso y saliva, mucha saliva. Iba lanzando escopetazos de bilis amarilla y roja contra mi cara, salpicándome en los ojos y en los labios. Se ha muerto en mi cama, contra mi hombro y al lado del maletín. Quinientos mil putos dólares, una fortuna. Kostya se ha muerto y yo he llorado como un memo, apoyado contra los azulejos del cuarto de baño, después de vomitar en el sucio váter.

Ni siquiera sé qué hora del día es. Las persianas bajadas, la puerta cerrada y no se oyen más que los zumbidos de las moscas. Llevó tres putas horas sentado delante de la nevera, hablando con la luz y el frío que sale de ella. Si la cierro me aso vivo con ayuda del calor del desierto y el aire acondicionado roto. De vez en cuanto el hijo de puta se pone a funcionar y hace ruido. Frente a mí, y en el estante superior, hay droga, cerveza y unas pechugas de pavo sin hacer. Unas putas pechugas que Mariya nos iba a cocinar para celebrarlo. ¿Entiendes? Unas putas pechugas para quinientos de los grandes. Me rio para no volver a llorar y en medio de mi ataque de histeria golpeo la puerta de la nevera, tres puñetazos que me dejan los nudillos como una masa de carne amorfa.

El puto Kostya se me ha muerto contra el jodido hombro.

¿Qué hago yo ahora?

Telefoneo a Audrey, solo para escuchar el contestador de voz y luego la línea muerta. Lanzo el móvil contra la pared y observó cómo se muere contra el sucio suelo, en medio de un charco de sangre.

Llaman con los nudillos a la puerta y me giro, los ojos rojos, aguzando el oído.

-¿Está bien, señor? ¿Necesita algo? -me pregunta una voz femenina con acento latino.

De fondo puedo oír al encargado de los apartamentos despotricar en voz baja, hablando de jodidos rusos, de red necks y de zorras con botas rojas. Quiere llamar a la policía.

-¡Que estoy bien, joder! ¡Estamos bien! -matizo mientras me río. Hay un arma sobre mi regazo, apoyada contra mi polla, y no diré que no he pensado en usarla, contra mí, contra ellos, contra el jodido maletín y el dinero.

Maldita puta rusa. ¿Lo sabes, no? ¿Lo sabes, Kostya? Tu hermana te ha vendido como a una res de ganado. No le sirves para nada, por eso te has muerto.


Hace una semana.

En la línea del horizonte aparece el aserradero y sé que estoy en casa. En el asiento trasero el Hombre Alto inclina la cabeza hacia un lado. Nos miramos a través del espejo retrovisor. No tiene rostro, pero sonríe. Llevo la misma ropa desde que salí de la zona baja de California, la camiseta es un mapa de grasa, salsa, sudor y algo que no logro identificar. Los vaqueros están tiesos y las botas han nadado en charcos, suciedad y barro, pero sobre todo, sangre.

-¿Estás contento? -le pregunto mientras me seco el sudor de la cara con la mano.

No contesta. Da igual, nunca ha sido demasiado hablador. Esta relación es simple: él gana, yo pierdo. Es un Simon Dice que llevamos jugando toda mi vida. Paro el cacharro en medio de la carretera, a escasos kilómetros de mi destino, y abro y cierro varias veces la mano herida. La venda se ha vuelto a mojar en rojo.

La cruz amalgamada que prende del espejo retrovisor se mece contra un viento inexistente. El Hombre Alto ya no está en el asiento trasero. En su lugar, Kostya se fuma un cigarrillo y sonríe, sentado con las piernas abiertas de par en par. El humo llega hasta mi rostro.

«Venga, tío. Ve a tomarte algo. Bebe una cerveza en mi honor».

-Voy a matar a tu hermana -le aseguro muy convencido, asintiendo varias veces mientras le señalo con un dedo a través del espejo. -Vaya que si, voy a reventarle la puta cabeza.

Se encoge de hombros con indiferencia y gira el rostro para mirar por la ventanilla del pasajero. Su mirada se pierde en el bosque que nos rodea. No puedo ver la expresión de su rostro.

«Haz lo que quieras».

-Siempre lo hago.

«Qué te den».

-Chupámela.

«Ni muerto».

Nos reímos, hasta que se me saltan las lágrimas.

-Ya estás muerto.

Kostya se desvanece delante de mis ojos. Me bajo del coche y me siento sobre el capó a fumarme un pitillo, después de todo, nadie en su sano juicio va a venir conduciendo por esta carretera.

El pueblo vegeta debajo de un sol de justicia, poco dado en esta época del año. El humo del tabaco vuela hacia el cielo y desaparece por encima de mi cabeza y de las copas de los árboles.

¿Qué hace uno en The Cross cuando está muerto?

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