Hola, cariño.
Por fin me han permitido entrar a verte...
Aunque sé que más bien me están concediendo una tregua para despedirme. Aún no sé cómo ni por qué ha pasado. Sólo espero despertar de esta pesadilla que me atormenta de la misma forma en que me alienta el pitido de tus pulsaciones en la máquina.
Me acerco a ti y te acaricio la mano, rogando entre mis silenciosas lágrimas que tu complejo corazón no deje de latir o, en consecuencia, el mío le acompañará. Paseo las yemas de mis dedos por los tuyos y casi puedo notar tu piel erizándose ante el contacto.
Qué iluso...
Es simplemente costumbre, siempre te ocurre. A mí también, claro, sólo que lo intento disimular.
A continuación, me siento en la rígida silla que hay al lado de la camilla en la que yaces, tan inerte como hermosa, y se me encoje el alma.
Y pensar que ese pelo de leona rizado que tanto me gusta se encontraba esparcido en mi almohada esta mañana, más revuelto que de costumbre, debido a los estragos de nuestra pasión desenfrenada.
Sollozo.
No, no puedes irte así sin más de mi lado; no es justo para mí, y mucho menos para ti.
Todavía no me has confirmado de qué color te gustaría pintar esta vez la cocina ni con qué nuevo ambientador empalagoso vas a marearme en casa.
Es que no me entra en la cabeza que estés aquí.
El doctor no me lo ha querido confirmar, pero le he escuchado hablando sobre que las primeras horas son decisivas. El «tic-tac» de un reloj a todo volumen me tortura resonando en mis tímpanos y tiemblo a cada segundo que pasa.
No me encuentro bien por la sencilla razón de que tú no lo estás.
¡Despierta, joder! ¡¿Eh?! ¡Despierta!, te grito mentalmente, mientras te contemplo con una súplica ferviente brillando en mis pupilas.
¿Es que no comprendes que no puedo vivir sin ti? ¿Qué no puedo levantarme una sola mañana sin estar abrazado a tu espalda, escuchando tus quejas por mis ronquidos?
Me vuelvo un ápice más valiente y te toco con mesura y suavidad la mejilla con el dorso de mi mano.
Sonrío melancólico.
Si te vas, amor, nunca volveré a encontrar un hoyuelo igual aunque estudie cada mejilla derecha que encuentre.
Te quiero, maldita sea, te quiero.
Te quiero hasta cuando cantas a voz en grito en la ducha, con lo mal que lo haces, y me burlo de ti. En realidad, me vuelve loco que lo hagas. Porque tú eres así; espontánea, fresca, divertida, única... mía.
Aún puedo hablarte en presente.
Jadeo asustado y mi llanto incrementa, junto a la presión que me oprime el pecho.
Realmente estoy cagado de miedo.
¿Y si ese «eres» se transforma en un «eras»?
No puedo perderte cuando apenas he empezado a disfrutarte...
Te necesito.
Me obligo a mí mismo a tranquilizarme y aferro mi mano a la tuya, entrelazando nuestros dedos, me inclino sobre ti y, después de besarte en la frente, te susurró al oído:
—Eres y serás la única que me desordene la vida de una forma tan adictiva.
El vello vuelve a erizárseme y el corazón se me desboca cuando curvas las comisuras y ese hoyuelo hace acto de presencia.
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Culpable de ser yo
PoetryMe declaro culpable; culpable de escribir sobre lo que me da la gana; sobre lo que me inspira hoy y sobre lo que odiaré mañana. Sentiemientos de amor, deseo, odio, crítica... Certezas de la vida. Certezas de nada. Si lo lees, sabrás por qué o por q...