Capítulo 2

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Nunca dije nada, pero siempre me ha parecido que no encajaba con el resto de mi familia o parientes cercanos. Y me refiero más que nada a lo físico. He vivido y sigo viviendo con mi madre y mis abuelos maternos. En la misma cuadra de nuestra casa viven mis tíos, Federico y Mathías —los dos hermanos de mi madre—, junto a sus esposas e hijos.

Yo tengo el cabello rubio, los ojos verdes, y parezco un jugador de Los Angeles Lakers, por la estatura. Sin embargo, ellos, mis familiares, tienen los ojos y cabellos oscuros, y son como treinta centímetros más bajos que yo. Claro que esto último lo he descubierto hace como dos años, al pegar el estirón gracias al trabajo de la pubertad.

Durante la infancia jugábamos todos los primos juntos, sin importar la edad. Los hijos de mi tío Federico —Julián, el mayor de todos, y Jessica—, y los hijos de mi tío Mathías —Rafael, Florencia y Fabricio—. Yo a la que más quería era a Jessica. En realidad es la que mejor me cae hasta el momento, pero ahora ya no hablamos como antes. Recuerdo que una vez en la escuela, la profesora nos dijo que teníamos que dibujar a alguien cercano que admirábamos. La escuela organizaría una exposición o algo así, donde se los llamaría a cada una de las personas dibujadas —como sorpresa— y se verían a lo largo de la pared, entre todos esos dibujos de personas deformes dibujados por unos niños. Yo dibujé a Jessica. Y no es por presumir, pero mi dibujo era uno de los mejores.

—¿Por qué me dibujaste a mí? —recuerdo que me preguntó sorprendida y halagada a la vez.

—Porque te quiero mucho.

Y era verdad. La quería muchísimo. Ahora me cae bien, pero ya no puedo decir que la quiero como antes.

Tengo muchas historias que contar de las aventuras vividas con mis primos en la infancia. A decir verdad, fue una infancia buena. No maravillosa, solo buena. Pero tampoco es que tenga malos recuerdos. Tampoco tengo malos recuerdos de lo que viví con mi madre y mis abuelos. A decir verdad, como yo era el pequeño de la familia, era yo el que en algún momento me comportaba mal. Pero claro, no sabía que lo que hacía estaba mal. Y mi madre nunca me dijo nada al respecto. Como soy su único hijo, era su príncipe adorado —como ella solía llamarme—. Y cumplía todo y cada uno de mis caprichos.

Tengo un vago recuerdo de que a los cuatro años exigí un auto. Y no a control remoto. Sino uno de verdad. Así que mi madre me compró uno a batería en el que podía subirme. Todos me recuerdan eso siempre. —¿Te acuerdas que armaste un berrinche gigante por un estúpido auto? —. Como si no me lo recordaran a cada rato. Pero era verdad, armaba unos berrinches de los demonios hasta que conseguía lo que quería.

Basta de mentirasWhere stories live. Discover now