Parte 2

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Antes de que se hiciera realmente de día había sacado sus carnadas y estaba derivando con la corriente. Un cebo llegaba a una profundidad de cuarenta brazas. El segundo a sesenta y cinco y el tercero y el cuarto descendían allá hasta el agua azul a cien y ciento veinticinco brazas.

Cada cebo pendía cabeza abajo con el asta o tallo del anzuelo dentro del pescado que servía de carnada, sólidamente cosido y amarrado; toda la parte saliente del anzuelo, la curva y el garfio, estaba recubierta de sardinas frescas. Cada sardina había sido empalada por los ojos, de modo que hacían una semiguirnalda en el acero saliente: No había ninguna parte del anzuelo que pudiera dar a un gran pez la impresión de que no era algo sabroso y de olor apetecible.

El muchacho le había dado dos pequeños bonitos frescos, que colgaban de los sedales más profundos como plomadas, y en los otros tenía una abultada cojinúa y un cibele que habían sido usados antes, pero estaban en buen estado y las excelentes sardinas les prestaban aroma y atracción. Cada sedal, del espesor de un lápiz grande, iba enroscado a una varilla verdosa, de modo que cualquier tirón o picada al cebo haría sumergir la varilla; y cada sedal tenía dos adujas o rollos de cuarenta brazas que podían empatarse a los rollos de repuesto, de modo que, si era necesario, un pez podía llevarse más de trescientas brazas.

El hombre vio ahora descender las tres varillas sobre la borda del bote y remó suavemente para mantener los sedales estirados y a su debida profundidad. Era día pleno y el sol podía salir en cualquier momento.

El sol se levantó tenuemente del mar y el viejo pudo ver los otros botes, bajitos en el agua, y bien hacia la costa, desplegados a través de la corriente. El sol se tornó más brillante y su resplandor cayó sobre el agua; luego, al levantarse más en el cielo, el plano mar lo hizo rebotar contra los ojos del viejo, hasta causarle daño; y siguió remando sin mirarlo. Miraba al agua y vigilaba los sedales que se sumergían verticalmente en la tiniebla del agua. Los mantenía más rectos que nadie, de manera que a cada nivel en la tiniebla de la corriente hubiera un cebo esperando exactamente donde él quería que estuviera por cualquier pez que pasara por allí. Otros los dejaban correr a la deriva con la corriente y a veces estaban a sesenta brazas cuando los pescadores creían que estaban a cien.

"Pero –pensó el viejo– yo los mantengo con precisión. Lo que pasa es que ya no tengo suerte. Pero ¿quién sabe? Acaso hoy. Cada día es un nuevo día. Es mejor tener suerte. Pero yo prefiero ser exacto. Luego, cuando venga la suerte, estaré dispuesto." El sol estaba ahora a dos horas de altura y no le hacía tanto daño a los ojos mirar al este. Ahora sólo había tres botes a la vista y lucían muy bajo y muy lejos hacia la orilla.

"Toda mi vida me ha hecho daño en los ojos el sol naciente –pensó–. Sin embargo, todavía están fuertes. Al atardecer puedo mirarlo de frente sin deslumbrarme. Y por la tarde tiene más fuerza. Pero por la mañana es doloroso."

Justamente entonces vio una de esas aves marinas llamadas fragatas con sus largas alas negras girando en el cielo sobre él. Hizo una rápida picada, ladeándose hacia abajo, con sus alas tendidas hacia atrás, y luego siguió girando nuevamente.

–Ha cogido algo –dijo en voz alta el viejo–. No sólo está mirando.

Remó lentamente y con firmeza hacia donde estaba el ave trazando círculos. No se apuro y mantuvo los sedales verticalmente. Pero había forzado un poco la marcha a favor de la corriente, de modo que todavía estaba pescando con corrección, pero más lejos de lo que hubiera pescado si no tratara de guiarse por el ave.

El ave se elevó más en el aire y volvió a girar sus alas inmóviles. Luego picó de súbito y el viejo vio una partida de peces voladores que brotaban del agua y navegaban desesperadamente sobre la superficie.

El Viejo y el Mar - Ernest HemingwayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora