Capítulo V

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LA LECCIÓN DE BAILE

Una semana después de las vacaciones de invierno las hermanas de Jaime Pino decidieron dar una fiesta en su casa. Era para celebrar el cumpleaños de la mayor, Juliana; la menor, Ximena, que es de la edad de nosotros, pidió que la dejaran invitar unas poquitas amistades suyas: tres compañeras de colegio, Loredana, Lucía, Enrique, y yo. A mí no me cupo duda de que las dos últimas habían sido requeridas por Jaime y Enrique, ya que Ximena no tenía mayor relación con ellas.
Tengo que confesar aquí que la idea de ir a esa fiesta me produjo un íntimo pánico: yo no sabía bailar. Jaime Pino si sabía, porque él tiene hermanas, con lo que me quedó claro que el tenerlas podía significar alguna ventaja en esta vida. Yo solo tengo un hermano mayor que debería saber bailar, pero como era matemático y se preparaba para ser ingeniero, ni se interesaba por estas cosas. Me encontraba, pues, metido en un problema de ardua solución. Esto me estaba sucediendo por algo que ya anoté en las primeras líneas de este relato: todo empezó, de pronto, a cambiar para nosotros y yo no estaba preparado para semejante experiencia; la de bailarín, de entiende. Aunque si he de ser sincero, el padre Butomer nos había anticipado, a su modo, este tiempo venidero:
-Ustedes están en el umbral de una edad en la que les van a suceder cosas que harán que no vuelvan a ser nunca más como eran antes.
-Antes de qué.
-Antes de esas cosas.
-Pero, padre, cuáles cosas.
El padre buenas nos miró a todos, al curso entero, de una manera muy dulce y misteriosa, y cómplice a la vez, y ahora que evoco esa mirada me resulta tan transparente, comí en su oportunidad me supo de enigmática.
-Vaya, vaya, no crucemos el río antes de llegar a él.
Y así, sonriendo, echo un manto sobre el asunto.
Y bien, ¿quién iba a enseñarme a bailar? Seguramente Enrique Galland sería un buen maestro, si no, no andaría dándoselas de don Juan con la doncella más linda del reino. Pero la idea de pedirle ayuda no me gustó y no sé claramente por qué. Luego estaban Jaime, el Negro y algún otro, pero yo no me decidía a revelarles mi ignorancia. Entonces recurrí a mi mamá y ojalá nunca lo hubiera hecho.
-¡La Chabelita! -exclamó en forma gloriosa-. Ella te enseñará; es una excelente amiga.
Ahora escuchen; ¿vieron la película ¿Qué pasó con Baby Jane! Se trata de una mujer bastante madurona que se ha quedado anclada en su ya lejana época de niñita con rizos y que se viste y se conduce infantilmente. Está, pues, harto malita de la azotea.
Y la Chabelita, si bien no llega a los extremos de Baby Jane, ha perdido, por así decir, el sentido común. Es vecina nuestra y es lo que se llama una amiga de la casa; mi mamá y mi abuela le tienen cariño y también cualquier cantidad de paciencia para escuchar sus confidencias. A la Chabelita hace rato que la dejó el tren, pero ella insiste en que no le faltan pretendientes en la oficina, y que ellos la invitan al cine, y también a bailar. Y, claro está, esto último es lo que hizo pensar a mi mamá que ella estaría en condiciones de ponerme al día con el baile. A mí no me quedó más que aceptar, porque, además de que yo carecía de una mejor opción, el día de la fiesta ya se venía encima.

Las lecciones se llevaron a cabo en la casa de la Chabelita, que dispone de un salón bastante amplio.
Me recibió con una pollera plisada a la rodilla, una blusa con encajes y una melena absolutamente incoherente con si edad, como de muñeca de baratillo, de consistencia pajiza y de color anaranjado; además, de ella emanaba un aroma a violetas muy pasoso.
Su cara mofletuda resistía un abundante maquillaje blanquecino, como si fuera tiza, interrumpido por dos manchas de colorete en las mejillas. Tenía grandes pestañas postizas, pero sus cejas eran apenas unos trazos delgaditos como dibujados con tinta china.
Con gran presteza enrolló la alfombra del salón y en un santiamén puso un disco en un vetusto equipo.
Era un corrido mexicano.
-Ya, vamos -me dijo-, tómame de la cintura, así, y ahora vamos avanzando, así, deslizándonos, así, entre caminando y casi corriendo, ¿ves que es fácil? Vamos, canta conmigo: “Allá en el rancho grande, allá donde vivía, había una rancherita que alegre me decía”... Ves que es fácil. Cuidado con pisarme, vaya, niño, tienes gran talento para el baile, así, así.
  Cuando el corrido llegó a si fin, me eché en un sillón. Estaba exhausto y, por un momento, tuve el impulso de mandarme cambiar de esa casa, de huir de tan gentil esperpento. Pero ella estaba otra vez frente a mí con un entusiasmo apabullante.
-Ahora, niño, ¡el vals!
   ¡Había puesto El Danubio Azul!  Sí, el mismísimo vals que la siutiquería chilensis les encaja a los novios en cuanto matrimonio se celebra en el larguísimos territorio nacional. Yo estaba seguro de que en la fiesta de las Pino a nadie se le iba a ocurrir bailar semejante pieza musical, pero ella ya estaba sacándome del sillón y llevándome al centro de la sala.
-Ya, mi querido galán: ahora un paso para acá y otro para allá, así, como caminando, pero deslizándose, así, así.
   La seguí lo mejor que pude, hacia el final del vals, ella se separó de mí y giró sola por el salón.
Daba vueltas como una perinola, tan rápidamente, que temí que se mareara y, perdiendo el equilibrio, se fuera de resbalón al suelo. Yo la miraba esperando el porrazo, pero nada de ello aconteció. Salió incólume de su propio torbellino y ahí estaba otra vez ante el equipo escogiendo un nuevo disco.
-¡Qué maravilla! Lucho Gatica nos va a cantar este bolero: “Bésame, bésame mucho, como si fuera está noche la última vez”... Ven a mis brazos, niño.
-Pero cómo se baila...
-Lentito, no más, asi como caminadito.
   A estas alturas, empecé a sospechar que la Chabelita lo bailaba todo igual, que quizá no tenía idea de la diferencia entre un baile y el otro, y que, simplemente, se había metido en este compromiso, porque de lo contrario quedaría al descubierto que nadie de su oficina la invitaba a ninguna parte. Esta conjetura me hizo tratar de probarla con algún ritmo que de veras fuese diferente.
-Me gustaría aprender también a bailar samba -le dije con un tono que no admitía objeción.
-¡Samba, samba, a tico tico ti, a tico tico ta; pero, por supuesto, niño! -exclamó, dirigiéndose hacia el equipo y buscando entre un montón de discos lo que yo le había exigido.
-Aquí hay una -dijo-, nada menos que El Bayón de Ana.
-Pero esa no es una samba
-Pero se le parece muchísimo, y no seas tan fijadito; ya, ven a mis brazos.
Cuando me abrazó esta vez noté que la Chabelita estaba transpirada y que emanaba de ella, abriéndose paso entre su recargada esencia de violetas, un cierto impreciso olor a fritura.
-Vamos, niño, así, lentito, sigue el ritmo. Toda la ciencia está en seguir el ritmo, así, así, como caminadito...
-Pero Chabelita, yo he visto que la samba no es así y tampoco el Bayón.
-¿Cómo que no es así?
-Bueno, no es puro caminadito, sino que tiene unos pasitos como frenando; no sé si me entiende.
-Pocazo, te diré, y bien ¿a quién viste bailar la samba?
-A la Carmen Miranda, la bailarina brasileña.
-Esa es una exagerada, cualquiera de da cuenta...
Basta ver el frutero que se pone en la cabeza. Y el Bayón ¿a quién se lo viste bailar?
-A la Silvana Mangano.
-¡Ah, esa es una de esas! Y mira, niño, sentémonos que estoy un poco cansada.
    Se sentó en el extremo del sofá, apoyando su cabeza en el respaldo. Su cuerpo echado ahí, con su ridícula vestimenta, resultaba algo de veras patético. Resolví que lo mejor era dar por terminada la sesión, puesto que ya no me cabía duda alguna de que ella no tenía idea de bailar.
-Sabe, Chabelita, yo creo que ya estoy en muy buenas condiciones para ir a la fiesta.
   Se incorporó como aliviada de un gran peso
-¿Estás seguro, niño?
-Absolutamente.

Lucía, así nacen los recuerdosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora