EN LA FIESTA
La casa se Jaime Pino es una mansión con visos de neoclásico afrancesado; tanto el salón principal como el comedor disponen de puertas-ventanales que se abren a una larga y amplia terraza que empalma con un césped de dichondra. Más allá de este prado y hacia la medianera hay un parrón y luego una proliferación de arbustos y algunos árboles muy hermosos: dos jacarandás, un ceibo, varios nísperos y un majestuoso ciprés del Líbano, lo cual le da al predio aires de parque, y al fondo hay una piscina y una glorieta de madera con bancas en el dintorno y una mesa al centro. Seguro que durante la fiesta, este último ámbito sería el lugar elegido por las parejas más acarameladas; porque, además de su distancia de la casa, estaba tenuemente iluminado por unos débiles farolitos chinescos de papeles multicolores.
Yo llegué a la fiesta junto con Enrique, quien, pese al esfuerzo que hacía por por disimularlo, estaba visiblemente alterado, pues este sería su primer encuentro con Loredana después de lo del Hotel O'Higgins. Enrique me acababa de contar que al día siguiente de aquella abominable noche, él y su tía vieron pasar al pintor por la Avenida Perú en un Buick descapotable, con Loredana de copiloto, muy apegadita al simio.
-¿Y qué comentó tu tía?
-Me dijo: "Esta experiencia te hará más fuerte". "¿En qué sentido, tía?", le pregunté y ella me respondió: "Te servirá de vacuna, ya verás". Yo volví a insistir con mis preguntas: "Y si no resulta, tía". Y ella me lanzó su sentencia: "Querrá decir que eres pasado por la cola del pavo".
Enrique se había venido esa misma tarde de regreso a Santiago, no estaba dispuesto a cruzarse ni una vez más con la parejita. Y esa noche de la fiesta yo pensé que su tía se había equivocado, porque ninguna vacuna estaba funcionando en su atribulada mente.
Saludamos efusivamente a Juliana Pino, la festejada, y mientras yo miraba a mi alrededor, pensé que nos hallaríamos como pollos en corral ajeno allí entre grandulones ya egresados del colegio.
Algunos estaban en la universidad y otros eran funcionarios de empresas y bancos. Prevalecían las camisas blancas, almidonadas, los vestones azul marino, de solapas cruzadas, los pantalones grises planchados de modo impecable, y también se veían unas pocas chaquetas de gamuza de la tienda Juvens, gritó de la pituquería santiaguina. Las mujeres lucían vestidos largos, abundando la seda, el brocato, el tafetán y otras telas que al roce emitían un leve sonido rumoso: frufrú, frufrú. Ellos y algunas de ellas bebían tragos largos, combinados, cubas libres y piscolas, y tragos cortos, pisco sour y uno llamado Manhattan en el que flotaba una especie de guinda y que, como tenía gin, se arriesgaba uno a quedar ciego. A nosotros, los invitados de Ximena, solo nos permitieron tomar ponche, que estaba harto aguado, pero con abundante fruta.
-Me concedes este baile, Errol Flyn.
Con esas palabras Ximena Pino arrastró a Enrique hacia el salón principal y él la siguió mirando a ladoy lado, sin duda, buscando a Loredana, quien todavía no había llegado. Cruce el salón hacia el exterior y, al paso, advertí que mi hermano, haciéndole un paréntesis a la ingeniería, estaba abrazadito a Juliana y en coro con Pedro Vargas le cantaba bajito al oído: "Júrame, que aunque pase mucho tiempo, no olvidarás el momento en que yo te conocí...".
Yo me dirigí hacia la glorieta; entré esta y la piscina había una mecedora que me pareció muy apta para mis propósitos de observador. Me acomodé allí, lejos de todos, solitario, lo cual me liberaba del peligro de que alguna despistada muchacha me sacara a bailar; sí, persistía en mi el estado de pánico e ignorancia en que me había dejado la tal Chabelita.
De pronto, vi que llegaba Loredana con... sí, era Lucía; casualmente habían coincidido, porque ellas no se conocían. La belleza de Loredana era realzada por su vestido de seda verde agua, estilo Reina Ana, que acentuaba el volumen de su busto, y, como calzaba taco alto, su porte no podía ser más regio. Rubricando esta impresión, una tiara brillante le sujetaba la cabellera recogida sobre la nuca. Algunos de los grandulones amigos de Juliana no se resistieron ante esa aparición y empezaron a solicitarle les concediera un baile, y así ella no bien terminaba una pieza pasaba sucesivamente de un joven a otro. Hasta que ocurrió aquello tan inesperado, aquello que suscitó Lucía y que hizo que toda la atención de los presentes se concentrara en ella.
Desde la distancia en que yo me encontraba no me di cuenta de inmediato que la que había llegado junto a Loredana era Lucía. Fue cosa de segundos; pero, como digo, durante unos instantes no la reconocí y ya voy a aclarar por qué. Ximena se había acercado a recibir a su par de invitadas, y tomando de la mano a Lucía se la llevó al interior de la casa, quizá para algún cotorreo, vaya uno a saberlo. El caso es que se demoraron bastante en regresar al salón principal. Y cuando lo hicieron, los alaridos de Little Richard inundaron los ámbitos con su estridente Lucía. Entonces vi a Lucía. Y Lucía era otra persona. ¿Sería posible que en el transcurso de tres semanas, el tiempo de las vacaciones de invierno y algo más, se hubiese perpetrado en ella un cambio tan grande? Sí, lo era. Recordé una frase del profesor Estercaz: "Las niñas se hacen mujeres de la noche a la mañana, lo cual es muy bueno para la literatura". Y a nosotros, me pregunté, los pobres mortales, ¿qué nos deparará esa verdadera mutación que sin aviso previo experimentan las mujeres? No tardaría en saberlo y en sentirlo. Un muchacho mayor sacó a bailar a Lucía y ambos avanzaron desde el salón principal hacia el centro de la terraza. La música de Lucía requería de una pareja que pudiera instintivamente, o supiera lo concertadamente sincronizarse, de modo de dar con un ritmo tan alocado como aquel, que incitaba a una desaforada libertad de desplazamiento.
El acompañante de Lucía estaba muy lejos de ser tal pareja, su motricidad era de una superlativa torpeza; un buey lo habría hecho mejor. Entonces ella, al constatar esa realidad, hizo algo que desató una carcajada general: guió o mejor dicho empujó a su inepta pareja hasta el límite de la terraza para abandonarlo allí a su suerte, mientras ella volvía al centro de la pista bailando sola.
Yo podía verla desde el lugar en que me encontraba, pero a los pocos segundos se formó un creciente corro alrededor de ella, avivaándola, y entonces no me fue fácil distinguirla. Me puse de pie y desde mi suerte de refugio caminé hacia la terraza, deteniéndome a cierta distancia, a medias escondido entre los arbustos. Nosotros, a través de algunos juegos y competencias en los sitios eriazos, en la plaza y en el club, nos habíamos percatado de lo ágil y atlética que era nuestra Juana de Arco; sin embargo, yo jamás habría imaginado que ella podría ser capaz de bailar así y de verse así. Lo primero que llamó mi atención fue su cabellera, su corto, rebelde y erizado revoltijo colorín, casi una cabecita de puerco espín, había sido reemplazado por una abundante melena que, enmarcándole el rostro, se deslizaba hasta el nacimiento de su largo cuello entre los hombros, uno de los cuales lucía desnudo. Su vestido, en apariencia de una sola pieza, parecía recortado de un sari hindú y como tal se le apegaba al cuerpo esa tela tenue, liviana y colorida de franjas doradas sobre un fondo celeste. Algo más abajo de su angosta cintura, se simulaba una rebeca desde la cual se abría un ruedo que otorgaba gran holgura de movimiento a sus piernas. ¡Oh que linda estaba! Seguía el frenético ritmo de esa música, se adelantaba a él, lo aguardaba, y alzando los brazos sus manos recogían su melena hasta la nuca desde donde volvería a derramarse hacia sus hombros.
Cesaba, de pronto, en sus pasos saltarines, para avanzar, arrastradito, contoneándose de un modo que provocaba aullidos entre algunos grandulones que batían desafortunadamente las palmas, mientras ella, y a la par con Little Richard, soltaba el más agudo de los alaridos: ¡¡¡Lucía!!! ¿En qué iría a terminar todo esto?
Una ves que la pieza llegó a su fin, el ruedo de solicitantes que Lucía tenía ante sí superó con creces al que recientemente había favorecido a Loredana de la Riva. ¡Qué triunfazo! Luego, la electrizante voz de Brenda Lee se apoderó de los ámbitos con una pieza bastante alocada; esta vez la pareja de Lucía le hacía el peso, de manera que disfrutamos de un buen espectáculo.
Inmediatamente después de una pausa, vibró por los aires el potente inicio de un recorrido mexicano. "Ésta es la mía", me dije, ya que las lecciones de la bendita Chabelita si tendrían que servirme al menos para bailar caminadito. Lucía me vio aparecer entre los arbustos y avanzar hacia ella, y, eludiendo el acoso de sus solicitantes, vino a mi encuentro. Su abrazo me infundió una súbita y desconocida seguridad; ella se apegó a mi cuerpo y yo la guié por la terraza,
y era enorme mi entusiasmo al comprobar que no solo no pisaba los pies, sino que, además, podía doblar y dirigir giros muy adecuados y espontáneos, como si me lo pasara yo de baile en baile por la vida. Me sentía tan dueño de la situación, que con un gran impulso la saqué de la terraza para continuar el baile sobre el césped.
-Qué sorpresa, Álex-me dijo-, no tenía idea que tú supieras bailar tan bien.
-Ni yo tampoco.
-No seas tontito.
Terminado el glorioso corrido ella mantuvo su brazo enlazando mi cintura, dando así a entender a los próximos que ya se acercaban que no estaba en disposición de cambiar de pareja.
En seguida la orquesta de Manzini inició los compases de Night and Day; entonces Lucía me echó los brazos al cuello, una postura que podía considerarse entre audaz e íntima, y así apretadita necio su cuerpo junto al mío.
-¿Conoces la letra? -me susurró.
-Sí.
-Cántamela, dímela al oído, Álex, vamos, dímela.
-Night and day, you are the one...
-Repítemelo, ahora en castellano.
-Noche y día, tú eres la única...
-¿Será cierto?
Junto con hacerme esa pregunta, Lucía había echado hacia atrás su cabeza, separándose un tanto de mí, de modo que yo pude contemplar su rostro en el que una sonrisa picarona acrecentó aún más mi desconcierto. Y sus ojos, ¿cómo era posible que yo, que me las daba de gran experto en ojos y miradas, no hubiese reparado en estos que tenía ahí, aquí, envolviéndome y atrapándome de manera tan sorprendente como inaugural? Desde el verde hola de eucalipto de esos ojos me miraba una personita que no tenía nada que ver ni con nuestra Juana de Arco ni con mi alumna de inglés.
-Si no es mucha la molestia, ¿podrías bailar conmigo?
Era Jaime Pino, quien se interpuso entre nosotros, separándonos con firme suavidad. Mi primer impulso fue el de rechazar su impertinencia, pero le dejé hacer al advertir la tensión en su rostro y la vibración en su voz.
-Podrías haber esperado que terminara esta canción -le dijo Lucía, continuando la pieza con él a la vez que le demostraba su desagrado con un gesto agrio en su rostro.
Me dirigí hacia el comedor y me serví, lentamente, un vaso de ponche. Luego decidí regresar a la mecedora y al cruzar la terraza vi que Lucía bailaba, ahora, con Enrique una lenta balada country. Declinaba su cabeza en el pecho de él, como acurrucada y, al verme, me dedicó la más traviesa de las sonrisas.
Iba por el césped hacia mi destino, cuando Jaime, apareciendo de no sé dónde, me detuvo; noté de inmediato que estaba muy alterado.
-Mírala -me dijo, señalando a Lucía-, no puedo creer que sea tan fresca.
-No exageres, hombre.
-¡Cómo que no! Si cualquiera da lo mismo, baila igualito con todos.
Continúe mi camino hacia la mecedora. Una vez allí, respiré profundo y pensé que mi amigo no estaba en condiciones de entender. Lucía era así, ella tenía una manera palpitante de estar viva, era como una cachorrita plena de brío, que entraba a la vida llena de ímpetus, juguetonamente.
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Lucía, así nacen los recuerdos
Teen FictionMemories are made of this, One girl, one boy, Some grief, some joy, Memories are made of this... (Así nacen los recuerdos, Una chica, un chico, Alguna pena, cierta dicha, Así nacen los recuerdos...) Los recuerdos nacen cuando perdemos las cosas, o...