Había una vez, en las profundidades de un encantado bosque, un pueblo demasiado pequeño para ser reconocido por el rey. En las inhóspitas condiciones de aquel pueblo, vivía Carolina, una joven altruista, de cálido corazón que representaba la viva imagen del otoño: ojos y cabellos castaños y piel de caramelo.
Carolina tenía seis hermanos, siendo ella la mayor y por lo tanto, la encargada de mantenerlos con bien ya que sus padres habían sido cruelmente tragados por una criatura maligna del bosque hacia ya varios años.
Trabajaba de sol a sol, día a día y sin un pago justo por sus esfuerzos, con la única compañía de aquel valeroso joven llamado Charles, de cabello y ojos negros como la noche; era aprendiz del leñador que vivía en el pueblo y por quien la muchacha compartía su afecto.
Una noche, cuando Carolina, cansada y llena de preocupaciones se dirigía a su choza, escuchó un estruendo que rompió la atmósfera de sus pensamientos. Una jauría de perros salvajes salió de entre los arbustos; paralizada por el temor, Carolina intentó correr para escapar de ellos.
Así lo hizo, pero se alejó tanto del camino acostumbrado que pronto terminó perdida en medio del oscuro bosque. La noche sin luna era lúgubre y siniestra. No sabía a dónde ir.
Comenzó como algo no más grande que un destello que se fue acercando hasta la joven con un vaivén inseguro. Era una simple luciérnaga. Luego dos y tres que se convirtieron en un millar de lucecitas doradas que iluminaban con su fulgor el rostro de la muchacha. Estas luces le indicaron un camino hacia un hermoso lago en el centro del bosque. La joven siguió a las luciérnagas y vio, para su sorpresa, que una piedra preciosa se hallaba flotando arriba de una flor, justo en medio de las oscuras aguas. Se imaginó que con esa sola piedrecita podría ayudar a sus hermanos, a Charles y la gente del pueblo que tanto lo necesitaban. Les compraría comida hasta que tuvieran las barrigas por primera vez llenas. Ya no tendrían que rogar por una pieza de pan. Con esto en mente, caminó con decisión por entre las rocas que flotaban en la orilla. Llegó por fin a su objetivo, y tomó la piedrecilla con las manos, pero un grito a su izquierda la distrajo, haciendo que perdiera el equilibrio y cayera de cabeza entre las rocas.
-¡Cuidado! -había gritado aquella dríada escondida en su árbol, advirtiendo demasiado tarde a Carolina del peligro.
La joven murió.
O así se había creído. Pues la piedrecilla se había adherido a ella, como una traición a la mente. No le salvó la vida, pero le dio otra a medias. La había convertido en una especie de ninfa; la que antes había sido su piel, ahora eran diminutas escamas de color grisáceo, sus ojos no eran más los soñadores de antes, aun conservaban su brillo pero algo era diferente, sus dientes se habían vuelto puntiagudos y afilados. Ahora, y por desgracia, el único lugar en el que podía habitar era aquel solitario lago. Rara era la vez que salía de él.
El pueblo que la había visto crecer notaba su ausencia. Sus hermanos y Charles pasaron días enteros buscándola en el bosque, cada noche regresaban cansados por las largas caminatas y, sobretodo, cada día perdían poco a poco la esperanza de que la joven regresara. No pudieron hallarla así que después de un largo tiempo desistieron de su intento. El único que insistió en buscarla fue Charles, quien ante la falta de la sonrisa y entusiasmo de la muchacha se dio cuenta de que la amaba.
Cierta tarde, Carolina salió a explorar el lago, un extraño ruido acaparó tanto su atención que fue en busca de su proveedor. No tardó en encontrarlo. Tímida, se acercó para poder observar mejor, no sin antes asegurarse que desde donde estaba nadie podía verla, su corazón pegó un brinco de emoción al reconocer al dueño de aquellos tristes lamentos: era Charles, quien estaba frente al lago. La emoción la cegó por completo, tanto, hasta el punto de rebelarse ante la vista del joven, pero una extraña capa la separaba del alcance del chico. Era una especie de fuerza invisible que la detenía. La dríada comenzó a gritar de nuevo, como lo había hecho hace tiempo, sin embargo, ahora Carolina lograba entender aquella mezcla de gritos y bufidos: eran palabras.
-Si insistes, sólo durarás tres días como una humana y después..., después morirás. Pero si te quedas aquí, vivirás eternamente -dijo indiferente la dríada desde el árbol donde al parecer habitaba.
-Si no le molesta, sólo será por un momento, después me volveré a ocultar en el lago -dijo Carolina esperando que se compadeciera de ella y de los sentimientos que compartía con Charles.
-Es tu decisión, pequeña, te lo advierto. -Parecía no estar segura de revelarle semejante secreto a la muchacha, pero al fin lo hizo-. En el fondo del lago -continuó-, hay piedras preciosas que podrían sacar de la pobreza a tus hermanos, al joven amado, y, si así lo deseas, hasta al pueblo entero.
-Pero... -insistió ella a la nada, la dríada había desaparecido dejando sólo tras de sí una hoja seca naranja, la cual caía para también desaparecer antes de chocar contra la húmeda tierra.
Después de que desapareció, la muchacha duró mucho tiempo de pie, en el mismo lugar donde había sido detenida. Charles aun estaba a la orilla del lago pero su llanto se había apagado.
Por fin, Carolina tomó una decisión.
Los años habían transcurrido, los hermanos de la que una vez fue Carolina, eran ya nobles caballeros y Charles ahora tenía a su propio aprendiz, pero nunca logró formar una familia ya que aun añoraba a la muchacha de sonrisas sinceras. Sin saber que ella había sacrificado su amor y bienestar por los habitantes del pueblo, pero sobretodo por él y sus hermanos, cuidándolos desde aquel lago rodeado de luciérnagas, piedras preciosas y corazones rotos.
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Había una vez
Short StoryCuentos breves, historias, leyendas, y algunos delirios de unas cigarrillas y luciérnagas literarias.