#46 las tres velas

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Cuando desperté, la oscuridad eran tan profunda que ni siquiera una noche sin luna ni estrellas podía estar sumida en un abismo más insondable. 

Lo que vino después de la oscuridad, fue la bofetada que me pegó el nauseabundo olor que impregnaba el lugar. Era intenso, asqueroso, el mismo olor que piensas encontrar en un montón de excremento, en la carne putrefacta de un perro muerto, con los huesos rotos y la sangre mojándole el pelaje infestado de pulgas. El asco fue tan agudo y penetrante como una cuchillada en el corazón, que sin darme cuenta, me encontré vomitando sobre un suelo desconocido. 

En tercero, llegó el silencio. Ni un ruido había en aquél desconocido lugar, fuera del sonido de mi ruidosa y entrecortada respiración, los audibles latidos de mi corazón. El silencio era tan anormal, tan perfecto y frágil, que debía venir de otro mundo. 

Finalmente, después de que los síntomas físicos tuvieran lugar, vino algo peor: el horror. Porque, cuando me pregunté dónde estaba, no obtuve respuesta. Me cuestioné, sintiendo mi corazón acelerarse, cómo había llegado aquí. Pero el verdadero clímax de mi terror, ocurrió cuando me pregunté quién era, y a pesar del esfuerzo, a mi mente no vino el recuerdo de un nombre, un rostro, una familia. No era nadie. 

Arrodillada, temblando, sudando; no fui capaz de nada más que permanecer petrificada. Porque tenía esa sensación angustiosa de saber que, a pesar de la falta de ruido y vida, no estaba sola. Había algo en la habitación. Quise gritar, pero ni siquiera pude abrir mis labios. No sé dónde estoy, no sé quién soy. 

Algo tomó mi hombro. Me hizo estremecerme de pies a cabeza, erizándome los cabellos de la nuca. Como la garra de una de esas bestias con cuernos que los artistas pintan en sus lienzos, atravesando cuellos con sus uñas, bebiendo la sangre de las cabras y seduciendo a vírgenes doncellas. Y mi garganta se desgarró, venciendo a mi aterrorizada petrificación, en un agudo grito. Entonces, todo se vuelve aún más oscuro de lo que ya era. 

Cuando desperté, el olor y el horror…seguían ahí. La única diferencia, era la luz. Escasa. La luz de tres velas era suficiente para mostrarme la habitación, a excepción de los rincones más alejados perdidos en las tinieblas, sumergidos en lo oscuro. 

La habitación estaba desnuda, totalmente vacía. El único adorno en sus paredes pelonas, era Él. Desde ahí arriba me está mirando: veo su rostro de engañoso beato empapado en lágrimas de sangre, sus ojos de fingido dolor y pureza, la carne de su cabeza desgarrada por la corona de espinas, sus manos y pies atravesados por clavos de hierro oxidado. Su piel derramando sangre, manchando la cruz de madera donde está clavado. Ése es el hombre por el cual estoy aquí. No recuerdo ni nombre, no sé quién soy, pero como criatura recién nacida que se prende a los pechos de su madre, el instinto, salvaje e impulsivo, más fuerte que la razón; me hizo odiar a aquel hombre, y culparlo de todos mis males. 

Fue entonces, cuando el característico ruido de una forzada respiración me hizo volver a la realidad; y con la sangre congelada y el corazón detenido, me giré. Nunca he visto unos ojos tan azules. La chica tenía el rostro hinchado, con un ojo de un preocupante y putrefacto color morado, un derrame sanguinolento en su ojo izquierdo. Sonreía con una incongruente y enfermiza alegría, dejándome ver sus encías negras y desprovistas de dientes. 

Abrí la boca para gritar, pero ella cubrió, con una agilidad inesperada, mis labios; provocando que mis gritos fueran solamente gemidos ahogados. Nos miramos a los ojos, entre las tinieblas, sin pronunciar palabra, una vez que mis gritos se hubieran apagado. Ella me penetro con esos tristes ojos azules y me acarició las mejillas. 

-Se los llevaron a todos.- me susurró, aún sin quitarme las manos de encima, sus ojos desquiciados fijos en mí. – Menos a nosotras tres. – miró de reojo un bulto hecho un ovillo en un esquina, apenas visible. – Pero no tardarán en venir, no señor. Nos van a exterminar como ratas: nos aplastarán hasta desparramarnos los sesos, quebrarnos el cráneo, bañarnos en agua hirviendo para que se nos despelleje la piel… 

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