Te extraño. Extraño tus ojos llenos de brillo, tu pelo un poco menos desastroso que ahora (porque te lo peinaba tu mamá). Extraño tu forma despreocupada de ir caminando por el barrio, extraño hasta tus berrinches. ¿Cómo no extrañar tus berrinches, si formaban parte de tu maravilloso ser? Si se te pasaba rápido cuando te hacían reír.
Extraño un poco también tu cama pequeña con sábanas gigantes; tu cuartito lleno de humedad (aunque te hacía estornudar mucho, algunas cosas nunca cambian), pero cómodo y listo para que cualquiera pudiera sacarse las medias y jugar descalzo, bailar descalzo, soñar un poco (descalzo).
Te extraño cuando pienso un poquito demás, aunque sea todo lo contrario a lo que vos solías hacer (ni una sola decisión premeditada). Te extraño hasta cuando trato de hacer encajar ropa en mi placard (que, aunque cambió, sigue siendo medio enclenque). Te extraño cuando veo una que otra serie que vos veías, o las películas con chocolatada: sentándote en el borde de la cama o juntando algunas sillas en el comedor, haciendo de estos tu cama y tu cuarto. Tenías una forma tan particular de hacer al mundo tuyo...
Ya no tomo leche chocolatada, pero voy a la cocina a hacerme un café y me siento a esperar en la mesada. Y te extraño. Te extraño, porque me acuerdo de vos en la mesada, riéndote mientras te decían que no te podías sentar ahí, que se iba a romper... Y, hablando de cocina; ¿te acordás de cuando te enfermaste, y que por no querer perderte de vista te improvisaron una cama con sillas y un millón de almohadones mientras hacían un bizcochuelo? De eso tengo una foto. Incluso cuando te enfermaste portabas una sonrisa gigante.
Te extraño cuando veo fotos tuyas. Están en todos lados, y en todas tenés una sonrisa enorme, de las que no se pueden guardar.
Te extraño porque cuando veo las fotos, cuando te veo, no me encuentro.
Igual te dejo la puerta de la cocina abierta, por las dudas, por si algún día tenés ganas de volver.
