Capítulo OO

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Cuerpos y cuerpos de los sin techo estaban en la acera apenas consientes de lo que ocurría a su alrededor, las drogas que les proporcionaban los hacían vulnerables ante aquellos monstruos.

Aunque no todos ahí eran del bando de los malos.

No aún.

El pequeño de cabellos negros y ojos poco inocentes se paseaba con curiosidad, viendo los cuerpos sudorosos y sucios de los indigentes. Se preguntaba qué clase de medicamentos les habían dado, puesto que él jamás se vio así de mal cuando su madre lo llevaba al doctor y este le daba medicamentos para curarlo de algún resfriado o un dolor de estómago. Ellos, en cambio, estaban retorciendonse, los veía sufrir a causa de lo que les habían aplicado.


—¿Les duele? -aquella pregunta salió de sus labios sin siquiera saber si obtendría una respuesta.

Un hombre se acercó a él, era el mismo que los había traído ahí por deseos de su papá, según había explicado a su madre. Se quedó detrás y observó lo mismo.

-No -susurró, tras unos segundos.

El niño volteo a verlo, confundido tras las palabras de a quien conocía como "el jefe".

-Los conejillos de indias no sienten dolor -justificó, queriendo dar a entender a un niño de ocho años que lo que hacían con los débiles estaba bien.- Solo son ratas de laboratorio que hacen que nuestro producto sea cada vez mejor. No hay necesidad de preocuparse por ellos.

Fue lo único que dijo antes de alejarse del pequeño que aún seguía mirando como las personas se retorcian. Siguió observando a cada uno de ellos por unos segundos más hasta detenerse en uno. Sus pies se movieron unos cuantos pasos, acercándose cada vez más quedando solo unos centímetros de distancia. El hombre que despertó su curiosidad estaba sucio y olía mal, su ropa estaba desgastada y no traía zapatos, su cabello y barba estaban tan largas y enmarañada que parecía un auténtico nido de pájaros. Al contrario de los demás, él parecía más calmado, como si lo que le dieron no fuera suficiente para estar en el estado de los demás.

-Hola -un saludo simple pero cordial. - ¿Por qué no estás quejándote? ¿Es verdad que no sienten dolor?

"Que inocente"

Los labios secos y partidos del indigente se abrieron con dificultad, queriendo pronunciar algo.

-No logro entender.

El hombre intentaba hacer más y más ruidos en un vago intento por hablar. De pronto, esto se había convertido en un juego, donde el pequeño intentaba descifrar el mensaje.

- ¿Quieres más? - los ruidos que hacia en afirmación lo asustaron por un momento. -Lo siento, yo no tengo pero... -metió sus manos en los bolsillos de su pantalón buscando lo que había alcanzado a tomar de su casa.- Ten, esto sabe bien.

Las temblorosas manos del sujeto tomaron la barra de granola rellena de miel, no es lo que esperaba que le ofreciera sin embargo tampoco podía rechazarla, era la primera comida decente que probaba en meses. Mañana no tendría que buscar en la basura o recoger lo que los demás tiraban al suelo.

"Gracias".

El hombre llevaba aquí más tiempo del que le gustaría, las drogas que le inyectaban contra su voluntad en un principio le habían quitado la capacidad de hablar con el tiempo. Era un milagro que no hubiera afectado otras cosas, incluso que siguiera vivo.

-Es mi favorita -dijo, intentando sacar una conversación.

Alguien a lo lejos gritó su nombre, volteó hacia aquella dirección viendo a su padre llamándolo junto a su mamá.

-Ya me voy -avisó. -Vendre a verte otro día, adiós.

Lo vio alejarse, feliz de ver a sus padres. De pronto, una pregunta curso por su mente.

"¿Mis hijos estarían contentos de verme?"

Desde aquella noche cada semana veía al niño sin falta. Él le llevaba fruta, algunas veces algunos emparedados pero nunca podía faltar su barra de granola. Se hacían compañía mutuamente, jugaban adaptándose a las necesidades del hombre, eran buenos amigos mientras compartían risas.

Sí, eran de los mejores momentos que pasaba estando rodeado de la oscuridad que desprendían los demás a su alrededor.

Era una lastima que eso estuviera por acabar.

La noche en que empezó todo sucedía en los barrios más bajos de Los Angeles,
olía a muerte. Como era ya costumbre el niño se la pasaba con el hombre que se había convertido en su amigo, había suplicando mucho a su padre para pasar tiempo con él, al final acepto con la condición de que hombres estuvieran vigilando en todo momento.

Mientras ellos jugaban, en algún otro lado lejos de ahí el conflicto empezó. Gritos, sangre y arrepiento. Todo parecía derrumbarse por secretos y mentiras que fueron creciendo hasta convertirse en un tsunami imparable.

El Tormento De Estar ContigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora