Psicosis

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Domingo/ No estoy seguro de porqué escribo esto en papel y no en mi computadora. Confío en mi computadora, aunque no pueda dejar de pensar en algunas cosas raras que me han estado pasando. Creo que necesito organizar lo que pienso, escribir todos los detalles y poder mirarlos sin que me preocupe que puedan perderse, o cambiar; eso no es posible, no es que crea que haya ocurrido. Es mi memoria, enturbia las cosas, las reensambla. 

Puede que el problema sea lo encerrado que me siento en este departamento. Buscaba algo barato y encontré esto en un sótano. Aquí no hay ventanas y eso hace que el día y la noche parezcan una sola cosa. Han pasado algunos días desde que salí por última vez. He estado sumergido en mi proyecto de traducción, quiero terminarlo de una buena vez. Estar sentado delante de un monitor por horas hace que cualquiera se sienta extraño. Pero esto es otra cosa. 

No estoy seguro de cuando comenzó. Ni siquiera sé si ha comenzado algo. No he visto a nadie en dos días. Todos aquellos a los que normalmente les hablo por messenger han estado inactivos, o desconectados. El último mensaje que recibí fue de un amigo diciéndome que charlaría conmigo cuando volviera de la tienda, ayer. Le llamaría, pero aquí mi celular no tiene señal. 

Eso, eso es. Sólo necesito llamar a alguien. Voy a salir. 

___ 

Eso funcionó, más o menos. El miedo se desvanece, me siento ridículo. Me miré en el espejo antes de salir, no me he rasurado. Sólo iba a salir para usar mi celular, pero me cambié de camisa de todas formas; de acuerdo a mi reloj, era la hora en que algunas personas salen a almorzar y supuse que me encontraría con alguien afuera. Creo que eso era lo que quería, pero no me encontré con nadie. 

La entrada principal de mi edificio siempre está abierta. Da a una sala de recepción con una caseta de vigilancia. La casera usa esa caseta para guardar cajas y trastos viejos bajo llave; por el precio de la renta, es normal que no exista ningún vigilante o empleado ahí. Al lado de la caseta hay una puerta de metal, que sería la verdadera puerta de acceso para los inquilinos. Es pesada, vieja y está cerrada con llave; siempre me ha dado la impresión de pertenecer a un barco por la ventanilla circular que tiene al centro. Da hacia el primer descanso de las escaleras del edificio, que bajan al sótano y conectan con el resto de los departamentos, arriba. 

Mi cuarto está después del trecho que baja desde ese descanso, al fondo de un largo pasillo cuyos muros de pintura descarapelada son iluminados por un trío de lámparas de neón que no dejan de chasquear, encendiéndose y apagándose en una agonía que al parecer durará mucho tiempo todavía; dos viejas expendedoras automáticas de refresco franquean los muros, zumbando a unos metros de donde se encuentra mi puerta. Cuando recién llegué compré un refresco en una de ellas, la lata tenía dos años caducada. Creo que ningún vecino sabe que esa máquinas están aquí y que mi casera las usaría para guardar trastes viejos también, si supiera cómo abrirlas. 

Salí al pasillo y deslicé despacio la puerta de mi departamento, dejándola emparejada. Salí a escondidas. Aunque no necesitaba hacerlo, fue divertido rendirse a la necesidad absurda de no interrumpir el zumbido letárgico de las expendedoras, camuflarse con el rumor general del pasillo. Me asomé por la ventanilla circular de la puerta metálica. Miré varias veces mi reloj de pulsera y hacia el exterior visible desde la puerta principal. No era hora del almuerzo, ni siquiera era de día. A ratos los automóviles que daban vuelta en la intersección cercana iluminaban la recepción con sus luces; como si fueran un faro. . Nubes púrpuras y negras por el brillo de la ciudad colgaban inmóviles del firmamento. Nada se movía a excepción de los pocos abedules de la acera mecidos por el viento. Recuerdo haber temblado aunque no tenía frío, quizá por el viento de afuera; podía oírlo vagamente a través de la puerta y sabía que era ese particular tipo de viento de media noche, ése que es constante, frío y callado, salvo por la dulce melodía que provocaba cuando se abre paso entre las incalculables hojas de los árboles.

Decidí no salir. En su lugar, levanté mi celular a la altura de la ventanilla y revisé el medidor de señal. Las barritas llenaron el medidor, y sonreí. «Tiempo de escuchar la voz de alguien más», recuerdo que pensé, aliviado. Era algo tan extraño, el tenerle miedo a nada. Negué con la cabeza riéndome de mí mismo en silencio. Marqué el número de mi mejor amiga, Amanda, y acerqué el teléfono a mi oreja. Sonó una vez… y entonces se detuvo. Nada pasó. Escuché el silencio por unos veinte segundos, y colgaron. Fruncí el ceño y miré el medidor de señal; todavía lleno. Estaba marcando su número de nuevo cuando el teléfono sonó en mi mano, sacándome un buen susto. Lo pasé a mi oreja.

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