The Russian Mill (I)

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La ciudad se despereza lentamente, como una princesa de cuento de hadas que acaba de despertar de un sueño reparador, pero cuando llegue la noche, volverá a ser una puta barata, como el vino en tetrabrick, de ese que puede comprarse en cualquier tienda de barrio esquinera.

De esas tiendas sabe mucho Lobo, que se pasa la vida navegando de una a otra, desayunando en cafés destartalados, comiendo en restaurantes que parecen albergues para alcohólicos, y al anochecer, cuando Las Vegas se está poniendo su lencería de encaje para comenzar a trabajar, él se echa a las calles en compañía de los suyos. En ocasiones, duerme arrullado por las voces de las putas que pueblan los burdeles con satén y cardenales. Le gusta dormir en buena compañía. Esta noche la ha pasado solo en su pequeño apartamento de la zona baja, situado encima de una tienda de comestibles turca. Al lado, la lavandería dónde le dejan la ropa decente, al otro lado de la calle el bar dónde le quieren como al hijo prodigo del dueño. No hay nadie en ese cuadrilátero de la ciudad que no sepa quien es Lobo.

Son las doce y cuarto del mediodía y acaba de despertarse con un largo y sonoro bostezo. Alguien aporrea las paredes del piso contiguo al suyo, haciendo vibrar el viejo y abollado cabecero de su cama, y Lobo permanece tumbado un rato más, escuchando insultos en chino o lo que sea —en realidad no tiene ni idea de dónde son sus vecinos asiáticos— mientras trata de encontrar un motivo válido para sacar sus despojos adoloridos y sucios de la cama. Está en esos días del mes y se nota. Los músculos le chillan al compás del chirrido que dejan tras de sí los huesos tratando de buscar un acomodo propicio para su alto cuerpo. Un cuarto de hora después, logra arrastrarse descalzo hasta el cuarto de baño, tirando de su propia alma con toda la fuerza que la resaca le permite.

El espejo que hay sobre el lavamanos le devuelve la imagen de quien no duerme bien ni madruga, el cuerpo cubierto de sudor y algunos tatuajes, una laceración reciente aún cicatrizando sobre el pecho descubierto, cerca del corazón. Se rasca el grueso vello castaño que asoma por la cinturilla de los calzoncillos y ve colgado de la puerta abierta del armario en el dormitorio, el traje de saldo negro que el Señor Z le ha comprado para la ocasión. Sabe que podría permitirse algo más caro, con más caché que una prenda que ha pasado por miles de lavados y otros tantos polvos, también sabe que su jefe, la sombra esquiva que planea sobre su cabeza, podría darle algo mejor, pero a ninguno le interesa. Sea por vago, porque está cómodo en su piel, por no perder el encanto de lo salvaje, pero para ambos, embutir a Lobo en algo mejor, seria intentar domesticarle. Y eso, nunca ha sido buena idea.

La ducha le recibe con los brazos abiertos y le transporta al mundo de los dolores musculares y los tendones que chillan por la presión de un cuerpo que, bajo el chorro de agua caliente, intenta que sus cimientos se recompongan. Cada partícula osea de su anatomía grita de dolor mientras las manos del muchacho, no llega a los veinticinco y ya se cree un hombre, se apoyan contra los azulejos rotos de la cabina y encorva y estira el cuerpo. Gruesos nudos, como puños, asoman entre los omóplatos y se mueven con la cadencia rítmica de un oleaje hasta la parte baja de la espalda y viceversa. Lobo se agita, gruñe, suda bajo el agua, el cabello apelmazado contra su rostro congestionado y rojo, abre los ojos y el dorado de la bestia se funde con el castaño, persiguiéndose en la pupila el uno al otro, mezclándose mientras las garras se clavan en las viejas marcas de la pared y se oye el crujido de la ducha. Un azulejo roto más.

Un lobo en Las Vegas es igual al día de Navidad todo el año en casa de algún rico de la zona alta de la ciudad. Los lobos gobiernan con aullidos en los bajos y los altos fondos, en las esferas de poder y entre el proletariado medio que intenta pasar de largo ante lo inevitable. Hay una guerra, y todo el mundo quiere saber de que lado estás. Un tipo llamado Bosco, que es un cabrón de media estofa, está enemistado con los japoneses, estos a su vez no quieren ni oír hablar de la Orden, quienes batallan por echar a Corso y a su familia de las calles atestadas de peniques rotos y sueños caros. Al final, mientras filosofea frente a un plato de tortitas en una cafetería local, Lobo le comenta a su compinche, Cosmo, que el mejor trabajo en las Vegas es el de puta. Y de eso, sabe más que de locales en donde alimentarse.

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