The Russian Mill (II)

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Nadie tiene que decirle que los príncipes azules no existen y que si existieran nunca acudirían a un burdel. Un putero siempre es un putero, puede ser más o menos refinado, pero su naturaleza no cambia, y un sangre real no es un putero. Aún así, mientras cae sobre la mesa de aperitivos y nota como el cristal roto de una copa rasga su rostro, no puede evitar indignarse. No esperaba que su cliente de esa noche le abrazara y tratara de alejarle del peligro, pero por lo menos que no le hubiera empujado para correr a ponerse a salvo. Lo ve por el rabillo del ojo, rodeado de dos guardaespaldas, un puño cerrado sobre la chaqueta del hombre armado que le protege por el flanco derecho, y los ojos abiertos, con expresión de besugo, acorde a su nivel de conversación social; monótona, aburrida, triste por la falta de interés en otra cosa que no sea dinero. Pero todo en esta ciudad es así, o al menos es como Kjetil siempre lo ha visto.

Debería estar preocupado por las balas que vuelan a su alrededor, los gritos, la sangre y la gente que corre en medio del pánico sin mirar hacia dónde o sobre quién, pero lo primero que hace cuando logra incorporarse es tratar de ver su cara en el fondo de una bandeja de plata. Sus patrones no van a estar contentos cuando le vean volver con una herida tan visible. Si deja cicatriz, está acabado.

La bandeja se escurre entre sus dedos mientras alguien tira de él. Como una muñeca de trapo se ve zarandeado y arrastrado, tan rápido que hasta que no pasan unos segundos no registra dónde le han metido. Está debajo de la mesa del bufet, su espalda apoyada contra el frío metal del carrito de los hielos. Las balas quedan del otro lado y se les da mejor atravesar el aire que el metal.

Busca con la mirada a su salvador, mitad sapo, mitad rana. Un mestizo siempre será más la bestia que el príncipe encantado. Hay que tener cuidado con los caballeros de brillante armadura, porque nunca sabes quien la tiene oxidada por dentro, pero con este chico no hay cabida para el error. Si lo tocas, te tiznas. Aún así, hay prioridades que en ciertos momentos tienen que pasar por encima de las reglas, ya sean de uno mismo o impuestas por otros. Se echa el pelo hacia atrás, inclina el rostro, entrecerrando los ojos con coquetería.

—¿Puedes ver mi mejilla? ¿Crees que es grave?

El mestizo le mira y hubiera deseado lo contrario, hay algo en su mirada que le deja intranquilo, a punto de echarse a temblar. Tan pronto como obtiene un atisbo de ese abismo que cree ver, este desaparece, como un espejismo.

Una mano como una boca apunto de devorarle se cierne sobre su cara, pero en lugar de un mordisco, lo que nota es el suave roce de un pulgar, que calma brevemente el ardor que castiga su piel. El dedo vuelve a su dueño, en concreto a la boca, donde una lengua grande, ancha y de un profundo tono rosáceo elimina la sangre que le cubre.

—Nada que no se cure con un beso.

El pánico se hincha como una burbuja y luego explota, dejando en el aire el recuerdo de su presencia. No va a dejarse dominar como un adolescente sin experiencia, puede que no este acostumbrado a semejante descaro, pero si no esta preparado para las sorpresas no se merece el calificativo de profesional.

Acción y reacción, así funciona el mundo. Los ganadores son los que saben calcular la respuesta adecuada con el tiempo justo, los que tardan o se adelantan, pierden. Sonríe, dejando que su cuerpo repose de forma grácil contra el del otro, y entonces tiembla, sólo un poco. Lo justo para que se note que quiere vivir, lo justo para no aparentar ser una victima fácil. No conviene parecer uno de esos corderos que los depredadores tiñen de rojo.

—¿Crees qué van a poder controlar esto?

—¿Esos inútiles? No, pero los hombres de mi jefe sí —El mestizo rodea con un brazo los hombros de Kjetil—. Pero si quieres, te saco de aquí.

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⏰ Última actualización: Mar 20, 2018 ⏰

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