I.

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Una noche fría de invierno, donde las estrellas permanecían escondidas y la luna mostraba una falsa sonrisa con destellos de pesadumbre y luz que transmitía falsa armonía se encontraban dos chicos recostados en sillones que contaban ya con varios años de vida. El muchacho estaba sentado con una postura recta aunque mostrando su comodidad, en sus manos descansaba un viejo libro de pasta dura la cual en un pasado había sido de color escarlata aunque ahora manchas grisáceas opacaban y entristecían su aspecto aunque le otorgaban un aire de misterio, solamente se podía encontrar un pequeño sello que podría pasar desapercibido en la portada de la lectura el cual solamente mostraba la cabeza de un gato simulando estar trazado con oro, aquello era lo único que mostraba el libro que el chico de cabello dorado sostenía y que sus ojos ambarinos recorrían sus líneas con pasión e intriga.

Frente a él una chica mostraba una postura más natural, también contaba con una lectura la cual parecía ser de la misma especie que la de su hermano mellizo debido a la pasta que tiempo atrás era escarlata, con la diferencia de que ésta no mostraba ningún gato ni dibujo por el estilo en él, simplemente era de un rojo inmaculado sin rastro de dorado, sin embargo, aquello no hacía falta ya que los rizos dorados que enmarcaban el rostro de la chica le daban un toque de magia a la escena.

Un silencio casi sepulcral inundaba el lugar, la sala de estar en la que se encontraban el par de jóvenes solo era alumbrado por unas cuantas velas casi sin vida que se habían consumido con el pasar de las horas, los jóvenes no se dedicaban palabra alguna aunque se podía ver a través de sus pupilas cómo sus cabezas funcionaban como si se tratase del ritmo de una dulce melodía. Cada quien se encontraba metido en un mundo diferente y ninguno hacía gesto de querer cambiar el momento; para los hermanos Dupin el tiempo que le dedicaban a la lectura era sagrado y no importaba qué sucediera permanecerían en su lugar alimentándose de palabras escritas hasta que la llama que sostenía la cera se apagara por completo.

Como ya se mencionó el invierno era la estación reinante en aquel tiempo y debido al estado cambiante del Sol las noches se hacían casi eternas. Hacia horas que las pocas estrellas danzaban en el cielo aunque no otorgaban gran luminosidad al ambiente y debido a que los jóvenes no se habían molestado en encender las luces que alumbraban el interior de la casa un grito se escuchó acompañado por el sonido de una puerta al cerrarse.

-¡Niños del demonio, ya les he dicho que no dejen la casa a oscuras!- la voz provenía de una mujer ya entrada en años la cual traía consigo un par de bolsas de tela repletas de productos traídos del mercado. Se escuchó cómo las colocaba cuidadosamente en el suelo para poder alcanzar el interruptor de la luz.

Los jóvenes parpadearon un par de veces para adaptarse a la ausencia de oscuridad y sin decir palabra apagaron la pequeña llama que quedaba en la cera casi inexistente, cerraron sus libros no sin antes observar la página en la que se habían quedado memorizando el número sin problema alguno.

-Timothy, ayuda a esta pobre vieja con las compras- gruñó la mujer desde el umbral de la puerta dándole un cambio a la escena en la sala de estar después de que el chico se levantara sin rechistar.

-Dame esa bolsa, es la más pesada- dijo el varón señalando la bolsa de tela a punto de reventar. La chica apareció de improvisto a lado de su hermano y tomó la segunda bolsa que seguía en el suelo.

-¿Cómo te fue en el pueblo, tía?- preguntó con dulce voz la mujercita quien se dirigía hacia la cocina seguida de su hermano.

-Como de costumbre, nunca tienen nada.

Los hermanos le echaron un vistazo furtivo a las compras que cargaban y notaron que la anciana no hacía más que quejarse ya que en las bolsas se podía encontrar todo lo que podrían necesitar en el largo periodo de un mes.

-Lina, ¿hiciste lo que te pedí?- volvió a hablar la mayor del lugar con rostro serio entrando a la cocina con pasos cansados.

-Así es- afirmó con voz temblorosa la hermana; su tarea había consistido en coser varias prendas de aspecto antiguo pero que le pertenecían a sus tíos y las usaban en su día a día, sin embargo, aquel trabajo necesitó de la concentración completa de la joven debido a que su madre nunca le había enseñado el arte de la costura.

-Más te vale que lo hayas hecho bien niña, ¿por qué tu madre nunca te enseñó?- se siguió quejando la anciana- los criaron como chiquillos de ciudad y ahora que se encuentran en el campo son unos inútiles- las quejas siguieron durante todo el tiempo que tardaron en guardar los víveres que la vieja tía había traído del pueblo más cercano, los hermanos no tuvieron otra opción más que de guardar silencio mientras intentaban ignorar de forma disimulada los gritos y gruñidos que su viejo pariente formulaba. Entonces lágrimas silenciosas comenzaron a aparecer en los ojos marrones de la joven al recordar el motivo por el cual estaban ahí, su hermano conociéndola bien lo notó al instante acercándose a ella y dedicándole un abrazo reconfortante mientras que su vieja tía les daba la espalda y seguía con sus quejas.

-Todo mejorará- le susurró Timothy a su hermana mientras le ayudaba a guardar las latas de comida en la despensa. Él solo obtuvo un asentamiento de cabeza como respuesta y siguieron con su tarea.

Pasos pesados se escucharon fuera de la vieja casa mientras unos jadeos irrumpían en la estancia, el ladrido de un perro captó la atención de la anciana quien guardó silencio para escuchar con mayor detalle todo lo que ocurría afuera. Los hermanos Dupin, por su parte, se encaminaron a un viejo mueble de roble situado en el comedor y empezaron a sacar la inmaculada vajilla.

Lina Dupin, con su cabello ondulado y hecho de oro, se veía concentrada en la tarea de acomodar los platos hondos y extendidos en el comedor, preparó solo cuatro lugares aunque la mesa tuviera espacio para el doble de personas y fijó sus ojos marrones en las manecillas del viejo reloj admirando la puntualidad con la que todos los días se encontraba en esta escena.

Tim Dupin, de complexión delgada y tez blanca que lo hacía parecer el hijo de cualquier familia adinerada proveniente de la gran ciudad, se encontraba con los cubiertos de metal en las manos y los acomodaba estratégicamente, demostrando los modales con los que había sido criado.

Madeleine Bisset llevaba un gran plato de cordero en sus manos y aunque su cabello cano y la cara de pocos amigos que normalmente mostraba la hacían parecer una anciana débil y amargada contaba con gran fuerza y salud logrando cuidar de su pequeña familia en medio del campo.

La puerta se abrió de un solo golpe dejando al descubierto al último invitado de la noche; un hombre robusto, de piel blanca y ojos grises se encontraba entrando por la puerta principal, aunque gozaba de salud y ánimo se podían notar la gran cantidad de años que había vivido y con una sonrisa en el rostro decorado con un bigote casi completamente blanco se acercó a su esposa y le colocó un beso en la frente, Arthur Bisset también le dedicó una mirada alegre a sus sobrinos y se sentó a la cabecera de la mesa.

-Es hora de disfrutar de los alimentos, familia- dijo gustoso invitando a los demás a sentarse; Madeleine se sentó a la derecha de su marido mientras Lina Dupin tomaba su lugar a la izquierda del anciano y junto a ella Tim Dupin  se preparaba para cenar.

La mesa estaba lista para que los alimentos fueran saboreados por la reducida familia; aquellos que quedaban de lo que una vez fue un largo linaje inglés con un poder adquisitivo capaz de otorgarle una buena vida a cualquiera. Madeleine recordaba, mientras saboreaba el cordero acabado de hacer junto con las zanahorias y espárragos, aquellos días en la ciudad junto a su hermana; la pequeña Amelie Wright siempre estaba en busca de misterios en el solitario ático de la vieja pero acogedora casa en la que la tía y la abuela de los jóvenes hermanos Dupin fueron criadas. En el corazón de Inglaterra. En ese lugar donde los recuerdos de la infancia de Tim y Lina descansaban.

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⏰ Última actualización: Mar 29, 2020 ⏰

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