Promesas de Arena

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En cierta ciudad costera bastante poblada un hombre vestido siempre de traje y corbata se dirige todas las mañanas hacia la orilla de una de las playas más concurridas de toda la región. Nunca le faltaron su palita de juguete, tan roja e infantil como debía ser, y su balde de plástico que regularmente llevaba en su mano derecha.

Sus zapatos negros tan bien lustrados chocaban con el humedecido entorno en el que se encontraba. Su traje negro en conjunto de su camisa blanca lograban destacar aún más lo absurdo que era aquello que tan insistentemente estaba haciendo.

Este hombre ya tenia repleta de canas su cabeza, pero le era muy fácil recordar el momento en el que comenzó todo. Cierto día, en el que él era muy joven, decidió hacer algo diferente, algo que pudiese llamar la atención de la sociedad. Con esos pensamientos en mente y, luego de repartir muchos volantes y papeles llenos de insulsas palabras, pudo conseguir su autonomía e independencia. Adquirió las herramientas que tanto necesitaba y, luego de traicionar a más de un soñador que se hallaba en su camino, logró posicionarse en la cima de su propia montaña.

Así comenzó su carrera hacia su sueño. Cada bendita mañana cuando apenas salía el sol este distinguido hombre se arrodillaba a un par de metros de la orilla y comenzaba a hacer sus castillos de arena. Siempre pudo sentir como se le escurría entre sus dedos hasta que alcanzaba a impregnar sus uñas e inclusive podía apreciar el aroma que traía consigo el oleaje a una distancia tan ínfima de él que parecía un chiste. Sin embargo, su oficio no se encontraba en sentarse allí y creerse la mejor persona del mundo, le faltaba mucho tiempo para lograr eso porque primero debía completar su meta, llenar toda la ribera de sus pequeñas, pero imponentes creaciones.

Pasaron los años, pero nunca lo conseguía. Trabajaba hasta que se hacía de noche con tal de estar más cerca de su objetivo, incluso en el invierno le era imposible descansar, pero cuando la luna aparecía para remarcar su presencia, todo aquello que él había construido con tanto esfuerzo, desaparecía a la vez que el mar disfrutaba de verlo sufrir más y más.

Luego de más de veinticinco años aún no lograba salir del principio de su camino. Jamás había llegado a recorrer más de doscientos metros ni había llamado la atención de nadie. Quizás era el destino quien no deseaba que pudiese alcanzar su meta, pero cierto día, a sus ya cincuenta y tantos años, un par de jóvenes lo comenzaron a observar desde la distancia apoyados en un barandal y riéndose entre sí. Aquello era algo muy insignificante, pero él sabía que se trataba del principio de todo.

Pasaron los días y ya no eran únicamente esos dos jóvenes los que venían a observarlo fijamente, pronto se sumó una mujer en otro extremo, luego otro par de amigos y después otro par y otro, a cada vez más gente lo admiraba. Aquella determinación y demostración de valía y fuerza que él tanto irradiaba podían atraer a cualquiera con solo una mirada.

Los ya mencionados días se convirtieron en semanas y luego en meses y su pequeño público se había vuelto una multitud que, desde los barandales, lo aclamaba con banderas, bombos e incluso cornetas. "Confiamos en ti, Alfredo", "Eres nuestro mejor apoyo", decían varias de las pancartas que se encontraban desperdigadas por toda la ciudad. Le había tomado mucho tiempo, pero por fin había logrado su primer objetivo y, a pesar de que le costaba salir a la calle sin que lo interrumpieran, él se sentía feliz.

Sin embargo, el pueblo estaba muy apenado por la situación de Alfredo, jamás había conseguido avanzar más de doscientos metros a causa del nivel del mar, así que decidieron de manera obligatoria juntar dinero entre todos para construir un muro que recorriera toda la orilla de donde trabajaba Alfredo. Muchos sufrieron esta pérdida, algunos ciudadanos apenas podían subsistir y varios obreros perdieron sus trabajos por los exorbitantes costos que debían saldar las empresas, pero aquel capricho fue costeado y realizado, Alfredo ya podía hacer lo que quisiese sin que nada se lo impidiera.

Le tomó exactamente ocho años finalizar su recorrido, pero, a pesar de la numerosa cantidad de veces que la prensa lo había convertido en la estrella de los diferentes medios de comunicación, jamás respondió el por qué quiso llamar la atención de ese modo. Cuando por fin le había llegado el turno de ceder sus labores y todo ese pesado legado de arena que él mismo había construido gastando tanta saliva y sudor, luego de tanto tiempo, se dispuso a aclararlo en un discurso que todas las cadenas televisivas de la nación debían transmitir.

Detrás de un escritorio y sentado sobre un sillón imponente que tenía el valeroso nombre de Rivadavia, un muy maquillado Alfredo estaba listo para dar su discurso. Detrás de él habían algunos cuadros con fotos de distintos próceres nacionales que confirmaban el hecho de que él era la persona más importante de su país en esos momentos. La cámara y los reflectores lo apuntaban únicamente a él, a su escritorio y también al tan insignificante fondo que lo único que lo diferenciaba de cualquier otra pared blanca excelentemente pintada eran los grandes marcos.

-Compañeros míos –Alfredo habló delante de las cámaras y resonó en cada extremo de la nación. –Hoy he logrado todo aquello que me he propuesto en mi vida y estoy orgulloso de afirmar que lo hemos hecho juntos. Mucho se ha hablado de mi persona y las acciones que he realizado, pero no importa cuántas difamaciones narren sobre mí, yo seguiré de pie agradeciendo a mi pueblo por haberme elegido. –Esbozando una ligera sonrisa, el presidente de la nación continuó su discurso. –Particularmente debo felicitar a aquella serie de historietas cómicas que publicaron en un diario tan renombrado y famoso que prefiero no mencionar, pero afirmaré que me encantó. Esa sátira de los castillos de arena y su metáfora de cómo alguno que otro de mis castillos eran de barro solo para contentar a las masas con un populismo barato... Debo reconocer que me fascinó, pudo alcanzar a sacarme más de una sonrisa por lo ilógica que es. –Con una pausa, el político endureció su tono de voz y continuó. –Mi gente no se puede manipular con unas pocas viñetas semanales, espero que sus dibujantes lo entiendan. –Tomando extensos tragos de su vaso de agua, el presidente Alfredo Ferreira volvió a hablar resaltando su tan excelso traje que llevaba desde el primer día de su mandato. –Agradezco haber sido el presidente de toda la república por estos ocho años...

Con unas pocas palabras más y alguna que otra felicitación, la persona con el cargo más emblemático de todo el país finalizó su polémica despedida por cadena nacional e instantes después cedió su poder a un candidato del partido opositor y así, al igual que hacía ocho años, otro señor de traje con una edad muy parecida al anterior y con un público totalmente renovado, había comenzado firmemente su carrera en la construcción de sus propias promesas de arena.

Promesas de ArenaWhere stories live. Discover now