Otra vez.

Suspendida.

Otra vez, suspendida en un fondo blanco, caigo lento hacia tal vez ninguna parte. A mí alrededor gravitan cientos de fotografías de cajas que ya daba por perdidas. Mis recuerdos ¿Qué hacen aquí? Respuestas del presente, tal vez. En aquel momento, me olvido de la utopía y me sumerjo en ellas. Mis hermanos peleando, mi perro baboseando, mamá mimándome, vestidos manchados, abuelos columpiándome. Licenciatura, disfraces de princesa, mi amigo y yo. Sentía que solo mis brazos eran capaces de responderme. Como pude, alcanzo con el brazo derecho la última foto que vi, creo que la tomó mi mamá en uno de mis cumpleaños. Esos en que mi mamá me insistía en invitar a casi un curso entero, y terminaba por invitar al mismo y único amigo que tuve por largos años.

De la nada, tras un leve pestañeo, tras una fracción de segundo, estoy en la mesa junto a él. Me dice que sople rápido las velas pues tiene hambre. Mi mamá lo apoya, añade que la foto saldrá hermosa. Tras otro pestañeo, de la nada corremos hasta el parque, sin duda, hasta el último episodio de mi amistad más pura. Llegamos y me alza aquella puta carta que me sé de memoria, esa que hasta el día de hoy no entiendo ni mierda. Le digo que no lo haga, que no me deje sola. En sus ojos veía esa extraña sensación de impacto, susto y de no entender nada. Con mis uñas ensartadas en sus brazos, me desespero y mis gritos se ahogan.

Despierto en el hospital, mis ojos se clavan a mis venas asaltadas por la delgada manguera del suero. Mi mamá está en su mismo sillón, acompañándome con el pelo más corto y con arrugas que, en aquel cumpleaños, ni daban atisbos de aparecer. Atrás de ella, un manto negro se ilumina del azul eléctrico, las paredes retumban con los truenos, y las gotas estallan sobre el ventanal que da a buena parte de la Avenida Ricardo Vicuña.

Un frío me recorrió todo el cuerpo, y no quise utilizar mis pocas energías en taparme con las sábanas. En estos días, las más mínimas sensaciones, me hacían sentir viva.