La Demolición

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"De a poco te van comiendo las entrañas, el corazón..."


Cuando entré a trabajar al call conocí a Carla; era como de esos que llegaron el día que abrían; debía ser parte del inventario de la empresa, pero por sobre todas las cosas, era una empleada modelo. No era una chupaculos ni nada parecido, aunque muchos lo creían y la detestaban un poco por eso. Pero es que no la entendían; la piba sólo quería hacer bien las cosas —estamos poco habituados a ver gente así— y si su trabajo hubiese sido barrer la vereda de seguro su vereda habría sido la más limpia de toda Cretonia. Era un blanco fácil para los ineptos que no saben ver más allá de las apariencias. Era fácil caerle con todo el peso de las burlas y los estereotipos, porque además, era extremadamente nerviosa y tenía algunos tics. Creo que por eso me cayó bien de entrada, no era del agrado de la mayoría, aunque luego sus actitudes y aptitudes fueron confirmando lo que unos pocos sospechábamos, y aunque luego la mayoría la terminó entendiendo y apreciando. Hablaba de manera acelerada, lo que es muy compatible con este tipo de trabajo, en donde el tiempo se cuenta en segundos: doscientos ochenta —en promedio al finalizar el mes— por llamada, por ejemplo, y así... pero ella lo hacía todo el tiempo y a muchos les parecía gracioso. Se movía de forma torpe también, y a gran velocidad, aunque no hubiera apuro. Es cierto que alguna vez pensé en decirle que podía tomarse alguna pastilla para relajar un poco, pero no teníamos tanta confianza. De todas maneras, lo que quería contar era que la muchacha se esmeraba por hacer bien su parte, y debía ser la mejor. Lo sabía todo —referido al trabajo claro— y tenía una memoria prodigiosa; se acomodaba a los cambios, entendía rápido y esas cosas; yo tengo que esforzarme por recordar la contraseña de mi usuario en la PC para no bloquearla, cosa que igual sucede dos o tres veces por semana. Durante un buen tiempo la vi hacer bien su trabajo mientras otros bajábamos a fumarnos en el break o directamente llegábamos algo ebrios de la noche anterior. Recuerdo un día en particular: trabajaba en domingo y el sábado a la noche había muerto en la casa de unos amigos en el lado opuesto de la ciudad; cuando resucité vi que tenía el tiempo justo para llegar, y así no tener que pasar otro parte de enfermo, lo que luego implicaba ir a la guardia de la obra social acusando los síntomas típicos de una gastritis, esa no fallaba nunca... pero no, si salía ya estaba a tiempo aún; me lavé la cara, tomé dos mates y salí corriendo. Ya en el tren me atacó el hambre y no tenía un peso encima para comprar nada, sólo la de débito, que me iba a servir si lograba llegar al trabajo; allí había de esas máquinas que dan gaseosas, y otra café y otra con algunas golosinas y uno que otro paquete de bizcochitos; con todo eso podría terminar de meter el alma otra vez en el cuerpo, no había tiempo para cajeros automáticos. Pero en el subte, que era el último tramo, la cosa se puso difícil en serio; me bajó la presión, hacía calor —y más ahí abajo— pero el sudor en mi espalda era algo frío, después en la cara y en todo el cuerpo, tenía la remera empapada, y aun estando sentado, veía el piso moverse un poco hacia los lados, y todavía faltaba caminar las cuatro cuadras desde el subte hasta el trabajo, si no me desmayaba antes, aunque nunca me había desmayado. Las repté como pude a un ritmo muy lento y sosteniéndome de las paredes por momentos; así comencé mi jornada ese día fatal. Luego sí, una gaseosa, un café y los bizcochitos (que me trajeron los chicos porque yo no podía levantarme de mi box) y el renacer. Bueno, algunos íbamos así a trabajar, Carla no.

Con el transcurrir de los meses, y los años después, y las frustraciones, trabajando con herramientas obsoletas y objetivos inalcanzables, con jefes inoperantes que sólo mantenían sus puestos a fuerza de olfatismo. Con una ausencia total de motivaciones y ante la falta de oportunidades para alguien muy capaz de hacer más de lo que estaba haciendo, fui testigo de cómo destruían el espíritu de Carla, una chica que, entre otras cosas, jamás faltaba o llegaba tarde. Y lentamente comenzó a perder el interés por el trabajo, por hacerlo bien, y cómo culparla si los inútiles que tenía al lado sobaban el lomo indicado y unos meses después eran sus jefes, aunque en ocasiones ella tuviera que explicarles cómo se hacía el trabajo. Recuerdo que hablamos un par de veces del asunto, y recuerdo también cómo su parecer había cambiado tanto desde la primera vez que tuvimos una charla de trabajo —en realidad nunca tuvimos una de otro tipo, no éramos amigos, sólo nos llevábamos bien— y la última, poco antes de que nos dejara.

Una tarde, ya de las últimas semanas antes de que renunciara, abatida, pude verla —escucharla— atender como si fuera una piba entrada la semana pasada, había perdido el deseo, aunque se tratara simplemente del deseo de hacer bien ese trabajo de mierda. Nada habían dejado de ella en esa empresa criminal. Creo que no me saludó al retirarse en su último día con nosotros.

Las Malas DecisionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora