❝Ofrecer amistad al que pide amor es como dar pan al que muere de sed.❞
Tres niños que solían ser mejores amigos pese a ostentar diferentes clases sociales. Sydney White se crió junto a sus dos mejores amigos: Finn Copeland y Jax Carter. Mientras qu...
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CAPÍTULO UNO.
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El aire frío raspaba mis mejillas entumecidas. Pincé un mechón rubio entre mi pulgar e índice, acomodándolo detrás de mi oreja. Embutiendo las manos en los bolsillos de mi abrigo, escurrí mi mirada al cielo encapotado. Inspiré, admirando el toldo desteñido que se desplegaba sobre mi cabeza. Como un boceto a carboncillo, las nubes eran manchones grises aglomerados en un lienzo, erradicando cualquier vestigio de blanco. Árboles larguiruchos estiraban sus rígidas y torcidas articulaciones, mecidas suavemente con los pausados giros del viento, impulsando las hojas crujientes que desvestían sus ramas, agolpándose en una pequeña montaña a sus pies.
Seguí caminando, la fricción de la hierba húmeda bajo la suela de goma de mis botas era el único sonido que se podía alcanzar a escuchar en medio del mutismo que imperaba allí. Conduciendo mis piernas por el espacio entre las lápidas, expulsé un suspiro, mi aliento materializándose en forma de una nube de vaho blanquecina que se desintegró con celeridad en la atmósfera. Pasando las envejecidas figuras divinas de mármol blanco que decoraban el camposanto, sorbí por la nariz.
En un día como este, mi madre murió.
Ante aquel pensamiento, me embargó una desazón que arremetió implacable, haciéndome separar los labios para respirar. El aire se escabulló de mi boca con un pesado exhalo, como si estuviera filtrando mi desasosiego en aquella acción. Nadie está preparado para la muerte. Por mucho que nos quieran acondicionar a ella, aleccionándonos que es algo natural, es una vida arrancada de este mundo como una mala hierba sin propósito en tu jardín, legando nada más que las vivencias que compartió con sus allegados.
En nuestro caso, lo supimos con algo de anticipación: le habían detectado cáncer de mama en etapa cuatro. No quería someterse al tratamiento, sabiendo que lo único que haría sería aplazar lo inevitable; y no deseaba pasar los últimos meses que le quedaban indispuesta. Tuvimos unos escasos cinco meses para digerir la noticia antes de que nos dejara, pero se sintió como si fuera nada. Súbito, como extinguir la llama de un fósforo con un suspiro.
Como un imán, mis orbes volaron hacia el ángel blanco que coronaba el camposanto. No me gustaba ir al cementerio. Había un sentimiento flotando en el ambiente, una tristeza persistente, como un aguacero, una lluvia invisible que te empapaba, calándote hasta los huesos. Mi padre decía que no era menester acudir con tanta frecuencia. Ve cuando el corazón te lo pida, dijo él. Y aun así afloraba esa semilla de culpabilidad que me hacía ir al cementerio.
La echaba mucho de menos, y repasar con la mirada su nombre grabado en una placa de granito no ayudaba a mitigar la pena.
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Encajando la llave en la cerradura, giré y desbloqueé la puerta. En cuanto lo hice, un olor delicioso se escabulló por la grieta, pintando una sonrisa en mi cara. Era un aroma familiar, dulce. Quitándome la chaqueta, me deslicé en la cocina. Aunque, enseguida se me borró el gesto al localizar las numerosas cáscaras de huevo esparcidas por la encimera, pringándola con los residuos de la clara, y la harina, espolvoreando de blanco la superficie. Papá se dio la vuelta y parpadeó cuando me descubrió allí. Me disparó una sonrisa y se peinó la mata rubia con una mano, la harina aferrándose a sus hebras.