Érase una vez hace muchos, muchos años, en un lugar muy lejos de aquí, había una princesa que vivía en un castillo. Ella no era una princesa común, ella era una princesa que solía saltarse las normas que le imponían sus padres, reyes del reino.
Cerca del castillo, a las afueras del reino que gobernaba aquella rica familia, había una colina que nunca nadie se había atrevido a cruzar. Era una montaña muy, muy, muy alta que nadie se había atrevido a subir, porque les daba miedo intentarlo. Pero tampoco se había atrevido nunca nadie a bordearla porque era una montaña muy, muy, muy ancha. Todo el mundo sabía que era imposible ir al otro lado de la montaña y volver antes de que oscureciera. Los pocos que lo habían intentado jamás habían regresado. Así que para prevenir, el rey puso la norma de no cruzar jamás más allá del pie de la montaña.
Pero como dije, la princesa era muy traviesa, y pocas veces hacía caso a sus padres. Cada mañana ella cogía su caballo blanco del establo, se montaba en él e iba al galope hasta el borde de la montaña. Al principio, a la princesa le daba mucho miedo empezar a subirla, creyendo que podría perderse por los bosques de la montaña, y no regresar jamás. Pero poco a poco, día tras día, la princesa se adentraba un poco más en los bosques de la montaña. La princesa no era una niña tonta, en absoluto, así que marcaba el camino por el que iba y luego regresaba antes de que oscureciera, sin llegar a perderse jamás.
Así fueron pasando los días, poco a poco, y la princesa descubría un poco más de montaña cada día. A la vez, en el castillo, su padre estaba cada vez un poco más cerca de morir. Su padre estaba realmente enfermo y nadie sabía qué hacer con él. La princesa, cada vez más preocupada, llamó a los médicos del pueblo, pero ninguno supo darle una medicina que lo curara. Pasado un tiempo, la princesa llamó a los médicos del pueblo del lado, pero ellos tampoco supieron qué hacer.
Después de mucho tiempo y de muchos médicos yendo a visitar al rey, ninguno había sabido darle una respuesta, y la familia real estaba muy, muy preocupada por él. ¿Qué pasaría si se muriera el rey del pueblo? ¿Quién gobernaría como él supo hacer? Pero la princesa no se quedó de brazos cruzados, y fue a llamar al más sabio de todos los sabios.
Cuando el sabio llegó, y visitó al padre de la princesa, él le dijo que la única solución era encontrar el elixir de la vida. Sólo ese elixir sería capaz de curar a su padre y devolverle la vida que la enfermedad se estaba llevando. Todo el mundo estaba muy preocupado, nadie sabía dónde conseguir ese elixir. Todo el mundo menos una persona: la princesa.
Mientras todos lloraban por la que creían irreversible muerte del rey, la princesa se escabulló entre las sombras y se fue corriendo al establo. Se montó sobre su caballo blanco y se puso al galope en dirección a la montaña. Con suerte, llegaría a la cima antes del anochecer. Dicho y hecho, llegó a la cima. Subir toda la cuesta había sido muy, muy cansado para ambos, la princesa y el caballo, así que ella decidió hacer la bajada a pie. Era más fácil para ella y así el caballo descansaba un poco su espalda.
Fueron caminando colina abajo. Parecía que el final de la montaña, en el otro lado de esta, estaba más cerca de la cima, como si fuera una montaña más alta de un lado que del otro. Así que en un tiempo récord consiguieron llegar al pie de la colina.
La princesa no sabía exactamente qué tenía que buscar, pero sabía que allí lo encontraría. Allá donde nadie había buscado jamás. El lugar del que nadie había regresado con vida. Ahí tenía que estar el elixir de la vida para su padre. La chica y el caballo siguieron el que parecía ser un camino de piedra blanca. Poco a poco ese camino pasaba a tener piedras de color ámbar mezcladas con las piedrecitas blancas de mármol.
La princesa fue corriendo, cada vez más rápido, hacia el final del camino. Había muchas piedras de un color ámbar hipnótico en el suelo. Todas juntas. El camino parecía dorado bajo la luz de la luna, que ya reinaba el cielo nocturno. Al final del camino, brillando, había una gran piedra. La Gran Piedra Ámbar. Y ésta le habló:
«Hola princesa. Sé qué has venido a buscar aquí, y te lo voy a dar. Lo necesitas. Coge tantas piedras ámbar del suelo como necesites. En ellas hay un líquido, el elixir de la vida. Ellas podrán salvar a tu padre. Corre, rápido, date prisa y llévaselas a tu padre.»
La voz de la piedra sonaba dentro de la cabeza de la princesa, como si fuera telepatía. Y así, la princesa le respondió:
-Pero yo no sé el camino de vuelta a casa, y está todo oscuro. Tengo miedo. Y tampoco sé usar las piedras.
«No te preocupes, yo te guiaré hasta casa. Tú sólo coge las piedras y llévaselas al hombre sabio que hay en el castillo, él sabrá qué hacer.»
Así pues, la princesa se llenó todos los bolsillos que pudo con tantas piedras como pudo. Subió corriendo al caballo y fue al galope en dirección contraria a la Gran Piedra Ámbar.
Empezaba a oscurecer, y ella empezaba a adentrarse en el frondoso bosque en el que la luna no le iluminaba lo suficiente. La princesa tenía miedo de los animales salvajes que habitaban el bosque, pero de repente, la voz de la piedra sonó por última vez en su cabeza:
«Sígueme».
La princesa dirigió la mirada entre el denso follaje que se extendía ante la Gran Piedra. Una a una, paulatinamente, las piedras ámbar del suelo -que antes se mezclaban con las blancas- se iluminaban formando un sinuoso sendero hasta su casa.
El caballo las siguió hasta la cima de la montaña, donde las perdió de vista. La princesa se asustó, pero el caballo seguía su instinto y en seguida supo qué hacer.
La bajada, en realidad, era la parte más fácil: había que bajar en línea recta hasta el castillo, y una vez allí frenar y llevarle las piedras al hombre sabio. No era tan difícil.
Pero el caballo cogió tanto impulso, y la montaña hacía tantísima bajada, que al último momento el caballo no supo frenar. Y ambos, el caballo con la princesa subida encima, se chocaron con la pared de cristal del gran castillo.
La princesa entró rondando al salón del castillo, atravesando el cristal. Y todas las piedras que llevaba en los bolsillos se desparramaron por el suelo.
Una piedra, por casualidad, rebotó y entró en la boca de rey, que yacía tumbado en el suelo del salón, descansando sobre un colchón que habían preparado los médicos. Y esa piedra mágica se iluminó en su garganta. Emitiendo luz, fue bajando hasta su estómago, y allí se apagó.
La piedra había hecho efecto.
Y el rey abrió los ojos.
Puede que por la buena guía que había recibido la princesa, tal vez debido a su tremenda torpeza, su padre consiguió recuperarse.
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Cuentos para princesas de ciudad
ContoCuentos de buenas noches para guerreros que no quieren dormir, princesas de ciudad sin dragón que las custodie, astronautas perdidos entre las estrellas, payasos aburridos y piratas que no quieren encontrar el norte.