«¿Cuánto es para siempre?
A veces, solo un segundo.»—Alicia en el País de las Maravillas; Lewis Carroll.
(...)
Sus emociones lo transformaban, aunque también... Lo transtornaba.
Él creía que si cerraba la boca, los demás cerrarían la suyas; pero tropezaba si cerraba los ojos y estaba auto exigiéndose ver su miseria día a día.
Habían miles de razones para ser felíz y él escoge las pocas para deprimirse.
La depresión era como un infinito, dentro de él se encontraba la línea del eterno sufrimiento. Nunca vacío, nunca despejado, siempre presente, siempre desganado.
Su voz no era lo suficientemente alta como para gritar, y si lo intentaba le dolía la garganta.
Millones de palabras, y ninguna describía su pesar.
Se cae, se rompe, se entierra, se llora.
Ya no está seguro de sentir, de poseer relevancia, y su desesperada melancolía se apacigua consumida.
Está confundido, sobre qué ser y qué no, y aunque todos le digan qué hacer; sabe que nadie le desea la felicidad, pues no atenderían las verdaderas consecuencias que conllevaba darles tiempo a sus ideologías torpes y fugaces.
Desearía ser pequeño, tan pequeño que no pudieran encontrarlo..., pero si se pierde, será en la penetrante oscuridad. Sabe que está triste, nada lo anima, y no quiere seguir por fauces ajenas, oculto de sus verdaderos deseos.
Se pregunta una y otra vez, ¿Por qué él?
Pero si todo estaba bien hasta hace unos momentos... ¿Por qué tiene tantos puntos de quiebre?
¿No ven que lo hacen llorar?
Se levanta, ve su reflejo, se limpia, se coloca su antifaz.
No lo hace por él ni por nadie, realmente, no sabe por qué lo hace.
Y ahí va al día siguiente, con su máscara de porcelana sonriente...
(...)
«Pero como las chispas se levantan para volar por el aire, así el hombre nace para la aflicción.»
—Job, 5:7.