La cornisa de tu fe [Larry Stylinson; OS]

Única parte

Todo era tan lejano.

Ahora, en su habitación, con su máquina de escribir, todo aquello era tan lejano. Solitario, dentro de su silenciosa casa.

Aquella casa con paredes crema que se suponía que le daban un aire positivo. Bueno, pues no lo hacía. Todo estaba tan callado que podía escuchar los latidos de su corazón. Completamente solo en esa grande casa, se sentía vacío. Le faltaba, algo necesitaba; lo sentía en todo su ser y sabía qué era, pero tenía que aguantarse dicha sensación, pues sus sentimientos no iban a llenar aquel hueco que se esparcía por todo su hogar.

Suspiró y empezó a escribir en su máquina. El portátil que lo esperaba en la mesa de su escritorio lo llamaba. Sus manos se movían sin control, por su cuenta, imprimiendo las palabras que aparecían en su mente de manera rápida; la cosa de ser escritor, es que al momento de tener una idea o inspiración, es impresionante cómo se pierde el dominio sobre el cuerpo y éste se deja llevar en su don y libertad. Las letras, garabatos sin sentido que la sociedad le había puesto significado, salpicaban la pantalla del computador, pulcras, perfectas. En ese momento de esplendor, ya ni siquiera le importaba el guardar su trabajo de vez en cuándo en su cuenta de iCloud para asegurar que no se pierda, era lo último que pensaba, pues el sonido de las teclas siendo presionadas por sus ágiles dedos retumbaban en su mente.

Su historia era complicada. Por supuesto, si lo veías no ibas a adivinar por todo lo que había pasado; sus vecinos, por ejemplo, que siempre lo alababan diciendo lo bonita y hermosa que era su vida, pero ellos no tenían ni idea.

Había pasado por mucho.

Y cuando digo mucho, es mucho. Es una odisea demasiado inusual para no contarla. Así que, aquí estamos. Supongo que una buena manera de empezar sería decir cómo lo conoció, al que puso su vida patas arriba y movió todos las expectativas que tenía.

Fue algo normal, no como alguien esperaría. Era simple, Louis estaba ordenando un café y el que lo atendía era un muchacho sumamente atractivo. Demasiado. Había dejado embobado al castaño con esos rizos y ojos verdes desde que se adelantó para pedir. Se podría decir que el empleado se había quedado igual, sólo que, claro, este sabía disimular mucho mejor que Louis, enfocándose en el escalofrío que recorrió su cuerpo cuando vió unos hermoso ojos zafiros. Se convenció de que aquella sensación fue por el aire acondicionado que expulsaba una fría brisa por todo el local, dejando afuera el calor infernal que hacía. Ese verano del dos mil catorce fue cuando todo empezó.

—Buenos días. ¿Puedo tomar su orden?

—Soy Louis.

Por si se lo preguntan, sí, había dicho eso y sí, se había sonrojado a más no poder. Las palabras habían resbalado de su boca sin su permiso, cautivado con la belleza que estaba admirando. Sus ojos se dirigieron al piso, avergonzado por su tremenda y estúpida acción.

—Bueno, no pensaba llegar a esa base tan rápido, guapo, pero si quieres podemos seguir así —dijo el rizado, sonriendo entusiasmado, contagiando al ojiazul—. Estoy a punto de terminar mi turno, ¿te parece si apunto tu orden y nos sentamos? Soy Harry, por cierto.

Harry.

Recordaba esa mañana con claridad. Sus coqueteos y carcajadas, las miradas que lo decían todo y los elogios, el intercambio de números de celular y el abrazo de despedida. Casi podía sentir los fuertes latidos de su corazón cuando sus miradas se conectaban, colores fundiéndose. Todo era tan fresco en su cabeza y a la vez parecía que estuviera despolvando una caja de recuerdos escondida en el ático de su mente.

Eran jóvenes, tan inocentes y vivos como se podía esperar. Disfrutando de las nuevas sensaciones que los rodeaban, felices porque nada iba mal, no habían responsabilidades más que sus estudios y eso los mantenía unidos, la juventud. Extrañaba esa época.