El nacimiento de una revolución

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—Con esa blusa tan corta que usas no tienes derecho a quejarte si te silban en la calle.

La manera en que rodeaba mi cintura y me tomaba de la mano, la forma en que sonreía cuando me acercaba a él y cómo sus ojos conectaban con los míos, el modo en que le hablaba de mí a los demás y reía conmigo de cualquier chiste sin sentido. Todo eso se había ido, ¿será que esa siempre fue su faceta original?

—¿Por qué no? —repliqué, irritada. Cada vez me costaba más aguantarlo—. Mi ropa no es una invitación para que me falten el respeto.

—¿Se te olvida que eres mi novia? ¿No te cansas de andar de caliente y provocar a los hombres? —me espetó. Dejé escapar un suspiro, cansada de su actitud—. Solo yo puedo ver lo que hay bajo tu ropa.

—No voy a discutir contigo ahora —sentencié, exasperada. Me cuelgo la mochila al hombro—. Tengo cosas más importantes que hacer en vez de perder el tiempo con esto.

—¿A dónde vas?

—¿Te interesa saber en qué lugar estoy o con quién? —Su silencio lo delató. No necesité que responda para conocer la respuesta—. Eso pensé. Regresaré por la tarde.

—¿No me contestarás? No me obligues a poner un rastreador en tu teléfono móvil. —Enarqué las cejas y me crucé de brazos.

—¿Me estás amenazando? —Se encogió de hombros—. Si me llamas, no atendaré el teléfono. Estaré ocupada.

Sin más que añadir, salí de casa dando un portazo y me dirigí al centro de la ciudad, sedienta de justicia. Llevé aquella pancarta con su fotografía escondida en mi mochila para que él no la viera. Porque pertenecía a ese grupo de personas que se escandalizaba por las chicas que luchaban y no por quienes eran asesinadas. Un nudo me obstruía la garganta conforme caminaba hacia el paradero y las lágrimas se acumulaban en mis ojos. Pero no era momento de llorar, sino de gritar su nombre. No demoré en tomar el autobús y ubicarme entre las filas del centro. Aproveché el trayecto para atar a mi cuello el pañuelo verde y enviarle un mensaje a mis amigas, contándoles que iba rumbo a la manifestación.

No me resistí a buscar entre los videos de mi galería ese donde mi hermana aparecía cantando y tocando el ukelele. Siempre amó la música. Soñaba con cambiar el mundo con su voz, la cual saltó a mis oídos presioné el botón de reproducir.

A mí nadie me va a prohibir
mi propia historia escribir.
Sin miedo lucharé,
sus nombres no olvidaré.
Quiero marcar la diferencia,
porque me invade la impotencia
de no saber
si a casa hoy voy a volver

La letra de una de las canciones que compuso antes de que la vida le fuera arrebatada continúan en mí. Hasta hoy intento recordarla siempre así: alegre y sonriente. No como ese cuerpo magullado que encontraron en un descampado, con claros signos de abuso. Cristell cantaba por todas, ahora todas cantamos por ella. Aquel ocho de marzo levanté el cartel tan alto como pude. Jamás bajé la mirada. Sentir tanta energía y verme rodeada de mujeres me quitó el sentimiento de soledad que se adhirió a mi cuerpo el día en que le arrancaron la sonrisa.

«Estamos juntas, pero no estamos todas» se leía sobre la foto de Cristell en mi pancarta.

En esa marcha vi algo que hubiera preferido no ver. Aunque, pensándolo mejor, me alegró toparme con dicha situación e intervenir a tiempo. Me pareció sumamente extraño que le permitieran unirse hasta que me acerqué y alcancé a escuchar los improperios lleno de odio que recibía por ser transgénero. Lo que más me dolió fue que sus victimarias también eran mujeres. Mis amigas y yo la invitamos a manifestarse con nosotras. Optamos por alejarnos del grupo de chicas cuyos comentarios desearía olvidar y agitamos la bandera con una franja blanca al medio y dos celestes y rosadas arriba y abajo de esta.

La voz que nadie silencióDonde viven las historias. Descúbrelo ahora