1.

108 6 4
                                    

Cuando era pequeña, mi padre me contaba historias sobre la vida en el siglo XXI. Él siempre ha sido un apasionado del pasado en todos sus aspectos; es, lo que nosotros llamamos, un Heimn, que se podría definir como una clase de historiador especializado en este siglo. La mayoría de los cuentos que me contaba narraban la vida de un tal Thomas Jels, un joven apuesto al que le pasaban todo tipo de peripecias a causa de lo que yo creo que era falta de tecnologías. Pero al parecer no era así. Thomas estudiaba el progreso de la humanidad tal y como la conocían en aquel entonces, y, según mi padre, le costaba cientos de horas conseguir aunque fuera una mínima idea. Una de las historias que me contó narraba la vez en la que Thomas tuvo que ahorrar durante casi tres años para comprarse un coche eléctrico. ¡Un coche eléctrico! Según él éstos coches aún llevaban ruedas, así que no me parecío nada muy innovador.

El caso es que la familia Jels tuvo que esperar unas cuantas generaciones más para que por fin naciera el famosísimo Jordan Jels, el cual inventó la nueva moneda, a la que le puso su apellido. Así, hoy en día, te puedes comprar un maravilloso yuv por sólo un jel, ¡lo que hace el progreso!

Los adultos siempre dicen que el siglo XXVI es y será la mejor época de la historia de la humanidad, donde la ciencia ha avanzado hasta tal punto que no hay nada que se considere imposible. Pero en mis diecisiete años de vida no he podido experimentar grandes cambios, lo que viene a decir que me lo han dado todo hecho. Probablemente lo que más me gusta del pasado es la oportunidad que te otorgaba de proponerte cosas a tí mismo y saber cómo llevarlas a cabo. Éste hecho me produce nostalgia y me hace pensar. ¿Acaso el posible echar de menos algo que nunca has vivido o tenido? Al parecer sí.

Me miro al gran espejo que ocupa toda la pared de la sala de estar que hay en mi casa y no me encuentro. Soy un copo de nieve entre todo este hielo.

Hace unos sesenta y ocho años, el Mayor de ese entonces impuso una nueva ley en la que todo niño o niña que naciera debía someterse a un tratamiento en el que eliminaban la melanina de nuestro cuerpo. El objetivo era y sigue siendo que todos parezcamos iguales, cosa que han conseguido; el pelo blanco, la tez pálida y los ojos azul claro es algo en lo que todos coincidimos. Para diferenciar nuestra edad, a cada año de nacimiento le corresponde un color de uniforme. Los mayores de sesenta años van de gris, y de ahí hacia abajo se extiende una gama de casi infinitos tonos de colores. A los nacidos en el 2541 nos corresponde el blanco nacarado, lo que hace que toda mi generación parezcamos una gran mancha blanquecina en los mapas de población, cosa que odio.

Hace unos meses decidí cortarme el pelo como un chico. Estaba harta del prototipo de niña con el pelo largo del que todos hablaban; yo quería ser diferente. Pero la jugada no me salió del todo bien: las tijeras que usé estaban viejas y me hice unos cuantos trasquilones, y, todo esto para que luego mis padres me echaran la bronca del siglo. No me dejaron usar el billep por cuatro meses. Ya, ya lo sé. Pensaréis: "¿Y cómo pudo sobrevivir sin un billep?". Pues francamente no tengo ni idea. Durante esos meses me maté a andar y andar de un sitio para otro, e incluso una vez le pedí a mi hermano que me dejara el suyo simplemente para teletransportarme a la casa de Susan, mi mejor amiga, pero tampoco cedió, ¡y eso que Susan solo vive a cuarenta y dos manzanas! Apenas me habría gastado tres jels en el viaje.

Mi hermano, Ian, es lo que yo llamo una mala persona. Sólo tiene doce años, pero es tan monótono y serio que hace que me den ganas de darme de cabezazos contra la pared. Raras veces me habla, y cuando lo hace siempre es para correjirme: "¡Neis, ese ejercicio de geometría espacial está mal!" "¡Neis, no le has cambiado la batería al billep!" "¡Neis, eso no se hace así!" y más Neis, Neis, Neis; siempre diciéndome lo que hago mal. Vale, no es que yo sea un cerebrito andante como él, pero tengo mis cosas positivas.

Recojo el maletín que contiene el portátil del suelo y me dirijo a mi habitación. Como no me dé prisa llegaré tarde al Centro de Educación Principal, y me llevaré una gran bronca por parte del Sr.Mariet, mi profesor de química de las tecnologías. Cuando llego, me dirijo directamente al billep y me meto dentro. Marco el destino al que quiero llegar y meto un jel en la abertura correspondiente.

En menos de veinte segundos las paredes que hay a mi alrededor se tiñen de negro. La única luz que veo entra por debajo de la puerta que hay enfrente mío. La abro y salgo, uniéndome a la abalancha de adolescentes que corren nerviosos por los pasillos del Centro. Me dirijo al apartado 14B, donde se encuentra la Puerta de Susan. Miro la hora en mi reloj y me extraño de que no haya llegado aún: Susan es la persona más puntual que conozco. En lo que la espero, miro a mi alrededor, analizándolo todo. Es una manía, el observar cada detalle en cada momento. Me fijo en que han vuelto a pintar de gris las Puertas, en las que destaca un nombre y apellido correspondiente en cada una de ellas, resaltado en negro. Miro hacia la mía, comprobando que la he dejado bien cerrada. Al lado de ésta, la marcada con un "Darven, Ian" se abre, dejando que el repelente de mi hermano se una a la multitud.

-- Neis, ¿me oyes?

Me giro y veo a Susan cruzada de brazos, pero con expresión divertida. No la había oído llegar, ni siquiera

sabía que me había dicho algo.

-- Oh, claro, Susan. Buenos días -- digo sonriente mientras empezamos a andar hasta la clase que me toca.

-- ¿Estás nerviosa? -- su tono de voz deja asomar la duda y sus propios nervios.

-- Cumplir los dieciocho no es algo tan increíble. Además, aún quedan tres días --digo mientras empujo la puerta del aula.

-- Sabes de sobra que no lo digo por eso, Neis.

Me encojo de hombros y le hago un gesto de despedida con la barbilla al mismo tiempo que entro a clase. Claro que sé por qué lo dice.

Nuestra generación es la que cumple los dieciocho este año, lo que significa que a finales del mes de diciembre se celebrará la Ceremonia de la Unión, en la que nos emparejan unos con otros con el propósito de formar una nueva familia feliz. De momento son flexibles con el tema de qué hijo nazca primero, con la única condición de que sean un niño y una niña, para que la población siga estable. Al parecer, hace tiempo que a nuestros antepasados nos inyectaron un suero que se traspasa de forma hereditaria para comprobar que no se tengan dos hijos del mismo sexo. Lo bueno es que, con el paso de los años, esta Ceremonia ha ido perdiendo poder. Los que la organizan se dejan sobornar desde hace por lo menos cuarenta años, lo que significa que, si estás locamente enamorada de alguien que te corresponde, por una determinada cantidad de dinero tienes la oportunidad de ser emparejada con esa persona para vivir una vida de felicidad y prosperidad, como es el caso de mis padres. Se conocieron cuando tenían dieciséis años y se les ve tan locos el uno por el otro como debían de estar entonces.

A veces les envidio. Esa pasión, ese amor que les une... nunca lo podré tener. Ni estoy locamente enamorada ni nadie me corresponde, lo que significa que solo puedo cruzar los dedos para que me emparejen con Kyle Remm. Ese chico puede conmigo.

A ver, no estoy ni mucho menos enamorada de él. Simplemente pienso que es el chico más caliente de todo el Centro; y tengo la suerte de que se siente justo delante mío.

Me incorporo en mi silla cuando llega y me saluda con la mano justo antes de sentarse. Mis ojos se disparan directamente a su nuca. Tiene el pelo blanco cortado al 1 o al 2, lo que me aterró el día que llegó a clase pareciendo un marine del siglo veinte. Pero, poco a poco, he aceptado que para la Ceremonia ya le habrá crecido, lo que me tranquiliza.

Suena el timbre indicando que la clase va a empezar y el profesor entra por la puerta. En ese mismo instante, desconecto.

Quedan tres días para mi cumpleaños y cuarenta y dos para la Ceremonia.

La cuenta atrás ha empezado.

XXIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora