4. Violín

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Lovino se miró al espejo, tratando de encontrar alguna pega a su disfraz. No, desgraciadamente no había ni una. Tan sólo un disfraz perfecto, inmaculado. Incluso él mismo se lo habría creído si fuera él el bobo que hubiera tenido que engañar.

Tan sólo era su tercera misión y ya tenía que ir de incógnito. Sabía que en su trabajo la gente ascendía de puesto rápido, ¿pero aquello? Era exagerado el paso que había dado. Quizás el hecho de que no hubiera más personas dispuestas a realizar semejante suicidio tenía algo que ver.

Pero ahí estaba él, subiéndose las tan incómodas enaguas y apretando el corsé que tanto deseaba aflojarse.

Su misión consistía en seducir a un hombre, de cuyo nombre, edad o apariencia ni conocía, y asesinarlo tras llevarlo a una de las muchas alcobas que allí había, en aquella lujosa y extravagante mansión.

El pobre italiano en el fondo ni sabía por qué se había atrevido a hacerse asesino a sueldo, siendo tan asustadizo como era. La única razón que había tenido era la cantidad que ganaba, que lo salvaba a él y a su estúpido hermano, pero de todas formas... En ese tipo de trabajo un error era fatal.

Comprobó por octava vez su apariencia. Largos cabellos cobrizos, peinado con un pequeño recogido y mechones sueltos con leves ondas refinadas que caían sobre su espalda para acentuar el alto estatus. Vestido verde mar, con el armazón de alambre que tenía que llevar debajo, también llamado cancán, para abultar y mostrar una silueta más forzada. Por supuesto, el corsé, que en este caso era necesario pues sin él ni siquiera tendría apariencia femenina, tan sólo un cuerpo algo delgado por el hambre, le apretaba horrores y se le aparentaba un invento creado por el mismísimo diablo. Y hablábamos de alguien que prácticamente tomaría el té con el demonio si ello fuera necesario.

Se colocó mejor el relleno de sus senos al notar que uno estaba más arriba que el otro, y trató de eliminar de su rostro aquella mueca de desagrado que había dibujado desde que se había aplicado los polvos del maquillaje. Simplemente terrible. Realmente atractivo rozando lo erótico, pero terrible.

Tras escuchar a sus superiores metiéndole prisa, Lovino dio un golpe al espejo, dándose ánimos, y abandonó el lugar subiéndose al carruaje donde su "mozo" lo ayudaría a subir y recibiría una patada en la frente con los pequeños tacones que el chico llevaba. Ya le era suficientemente ridícula la situación como para tener a un sirviente hasta ese extremo.

Ya de camino, repasó el plan enteramente, cada pequeño detalle. Su nombre, edad, estado civil, estatus, gustos musicales... A quien tenía que ver allí, tomar el dibujo del objetivo, localizarlo... Las frases de seducción, los toques, las indicaciones, los actos en la alcoba... Nunca antes había tratado de seducir a alguien, y menos aún llevarlo a la cama. Sólo de pensarlo se ponía nervioso. Si no sabía cómo seducir siendo un hombre, menos haciéndose pasar por mujer. Sólo rezó por su suerte y pidió a los cielos que la víctima fuera atractiva o la hazaña sería incluso más hercúlea.

Su mano tomó el abanico elegante que tenía que portar con él y lo agitó con nerviosismo, comenzando a notar como sudaba. No podía pasar, pues con el trabajo que le había costado maquillarse, más le valía aguantar su sudoración y no vomitar. Al ver el abanico, pudo comprobar que tenía pequeñas manchas rojizas en el mango.

Genial. El abanico que trataba de calmarlo era el de un muerto.

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Pisó la alfombra aterciopelada de la entrada y atravesó los amplios portones que daban la bienvenida a la gran y lujosa mansión donde la fiesta se celebraba.

Lovino abrió los ojos por la sorpresa, observando todo lo que allí dentro había. Lujos, manjares, gente comiendo hasta que tenía que vomitar para seguir comienzo, una pequeña orquesta dentro de la casa, en un escenario. ¿¡Pero qué diablos!? ¿Eso no era ser exagerado?

Lazos del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora