CAPÍTULO 7

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      Jung Kook estacionó su automóvil detrás del Motel Venus, fue discreto, pero no era el único

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      Jung Kook estacionó su automóvil detrás del Motel Venus, fue discreto, pero no era el único. Las cortinas cubrían las ventanas para que nadie externo sospechase de los de los clientes que eran asiduos. Era común en Corea frecuentar un motel, dada la falta de flexibilidad de expresar el cariño en público. Incluso, entre los jóvenes sin emancipar que viven bajo el mismo techo. 

     Y como su hermana y su abuelo estaban en el hospital, él aprovechó visitar a una conocida suya. Ella le esperaba en el lugar de siempre. A la misma hora. Era puntual. Acomodó ansioso la solapa de su camisa planchada, con la ventaja de lucir impecable con su traje y sus cabellos limpios, peinados hacia atrás con un la paciencia de sus dedos. 

      ¿Qué hacía el chico popular de la Universidad de Seúl, en un motel de bajo presupuesto? La privacidad, de eso se trataba. Poder hacer sexo sin que nadie lo reclamara, y ciertamente, Jung Kook era un hombre con necesidades.

      Al franquear el umbral del motel, las luces lo envolvieron junto a la música ambiental y aunque pareciera un sitio hortera, la calidad del servicio era íncreible, a un precio métodico al ser exponencialmente común entre hombres coreanos, frecuentar esos lugares con sus novias —porque no tenían porqué ser prostitutas—. En realidad, muchos eran casados, tenían parejas que deseaban una intimidad antes del matrimonio o en definitiva: amantes. 

      Jung Kook se mordió el labio, sin demorar en entrar a la habitación reservada cuando usó su llave. La seducción se germinó en mudez. Se deslizó al interior, desprevenido con la apareción de una mujer de facciones hermosas y magnéticas. Exótica.

    Ella no llevaba ningún calzado y sus pies delicados eran su fetiche. Su figura femenina con unas medias finas, ceñidas al muslo, semi desnuda con una bata transparente. El cabello suelto, completamente en cascada, que caía en abundancia hasta su cintura. Se acercó a él a tientas, felina como una pantera a punto de devorar a su presa. 

        Iba a besarlo. La detuvo cuando observó su labio partido.

       —¿Qué te ha pasado? —Apresó su mandíbula con sus dedos—. Y no me mientas, Eiko. 

       —Jung Kook... No, es sólo un rasguño —musitó temblorosa, quitando su mano.

    A su merced ella era una paloma indefensa. Y él alguien impulsivo por culpa de su juventud.

        —Eiko... 

       —¡No es nada! ¿Está bien? No es nada, ¡si no lo ves no existe! —bramó histérica.

    Se sentó en la orilla de la cama, perdida en sus pensamientos. No iba a llorar. Sus lágrimas se secaron o más bien, era una flor sin alma.

     Jung Kook suspiró abatido, apoyó su mano sobre su muslo expuesto. Su piel era fina y delicada, se resbalaban las yemas de sus dedos. Estaba hirviendo y al mismo tiempo, sentió rabia. Una ira acumulada.
    La tumbó contra la cama, dueño de su respirar errático. Ella lo observó con los ojos abiertos, conmocionada por su intenso arrebato. Lo que quería era asegurarse de que no estuviera dañada en otra parte, así que sus dedos viajaron artesanal por su cuello. 

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