Un río sin retorno

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Abrí los ojos a duras penas, y lo primero que encontré fue el viejo y sucio techo de mi casa. La cabeza me daba vueltas. Tanteé torpemente a mi alrededor, dándome cuenta de que me hallaba tirado en el suelo, cual borracho en las oscuras calles de la ciudad a medianoche. A pesar de que era obvio donde estaba, mi mente no quería enterarse, y se rehusaba a devolverme a mi estado de plena conciencia.

Finalmente, se aburrió de tenerme como un estropajo acumulando polvo, y unos breves recuerdos atacaron a mi pobre cerebro sin piedad. Ah, claro, había sido otro de esos ataques.

Me dolía cada una de mis extremidades. Cuando logré incorporarme, comenzó un horrible martilleo en toda mi cabeza, acompañado de palpitaciones sin descanso. Eran llamadas de auxilio, pero yo era incapaz de ayudarle; estaba sufriendo tanto como ella.

Mis quejidos resonaban por toda la casa, vacía. Después de unos cuantos, conseguí ponerme de pie, y con las piernas temblándome, sin poder aguantar mucho tiempo mi peso, caminé por el pasillo, decolorido y agrietado, hasta llegar a mi cuarto. Tuve especial cuidado de no tropezarme con las trampas que yo mismo me había colocado, y una vez al lado de mi cama, me tumbé sin pensarlo dos veces. Bueno, tampoco estaba en condiciones de hacerlo.

Mi estómago me pedía a gritos vaciarse, a lo que yo le respondía en el mismo tono que de qué demonios se iba a limpiar, si esas cloacas habían estado allí desde hace tiempo y formaban parte de mis órganos. Al cabo de un rato, se cansó de gemir, y calló, mas mi cabeza continuaba demandando ayuda. Totalmente abatido, me rendí, y cerré los párpados, entregándome a los brazos de Morfeo.

Entonces, volví a despertar, pero no en mis aposentos, sino en unas aguas pacíficas. Por suerte, mi rostro se salvaba del contacto con el abundante líquido, lo que me sirvió para respirar sin problemas y reincorporarme. Estaba en un río pequeño, sobre tierra y piedras de distintos tamaños que se me colaban en los agujeros de la ropa y chocaban gentilmente contra mí. Miré varias veces mi entorno, sin embargo, no había nada más que el riachuelo.

Aquella calma no duró demasiado, pues de pronto el caudal creció sin explicación alguna, hasta convertirse en una corriente de agua altísima. Fui golpeado por ella, y me tragó con facilidad; era imposible resistirse. Las piedritas que antes me rozaban sutilmente se habían transformado en rocas gigantes de bordes afilados, que me rasgaban la vestimenta y dejaban heridas en mi piel, las cuales con cada encontronazo se abrían más y más, permitiendo la huida del fluido vital que me mantenía fuerte a pesar de todo.

Ya no podía respirar, y así y todo seguía luchando por encontrar una salida.

Llegué a la conclusión de que, si ni el mundo real me concedía el placer de disfrutar la vida ni el mundo onírico me posibilitaba una utopía, era mejor izar la bandera blanca.

Cerré los ojos, y me dejé llevar por el tormentoso río de mis pensamientos.

Despertar en un ríoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora