Sandalio sólo tenía ocho años en el verano del noventa y nueve. La escuela ponía fin a su tercer trimestre y comienzo a las vacaciones de verano. Esa era su estación favorita. No tenía que volver a ver a sus engorrosos compañeros durante casi tres meses, evitando todas aquellas "bromas", que le solían gastar. Siempre odió a su madre por aquel terrible nombre que le regaló al nacer. Por lo visto, lo hizo en honor a su tatarabuelo de Huelva, al que nunca conoció y del que su abuela solía hablar maravillas. Siempre juró no visitar esa ciudad, así como evitar los chistes de aquel ridículo pueblo del que el innombrable provenía.
El coeficiente de Sandalio era bastante elevado para un niño de su edad. Comenzó a leer a los dos años y medio. A sumar, restar y multiplicar con tres dígitos a los cuatro. Desafortunadamente, su madre nunca supo promover su talento. Años atrás, su maestra descubrió su capacidad, pero en lugar de desarrollarla, la usó para interés personal. Durante las horas de recreo, corregía los trabajos de los otros niños y si necesitaban ayuda, siempre acudía a Sandalio, para que éste acelerase su avance. Meses más tarde, Sandalio confesó la frustración a su madre. Así fue como empezó a pretender ser estúpido hasta el punto de creérselo. Ya que para él, los niños ignorantes disfrutaban mucho más del colegio.
Con el estío llegaba el calor, el gazpacho fresco y las ferias de barrio. Sandalio se pasaba el año ahorrando monedas de cien pesetas. Delante de sus abuelos fingía recolectarlas, para gastarlas en los coches de choque. Lo que Sandalio realmente hacía, era invertirlas en cantidades inhumanas de algodón de azúcar. Aquel dulce era tan delicioso como empalagoso. Aunque detestase el no poder desprender los restos de entre sus recientes muelas y paladar, adoraba la sensación de adormilamiento cuando el algodón le llevaba al estómago. Este proceso siempre iba seguido de una carrerita al lavabo más cercano. Y es que Sandalio, aparte de solitario, era diabético. Pero nadie lo sabía.
Entre los subidones de azúcar y las luces de LED de la feria, el pequeño no lograba condensar los ánimos de su madre, para que el chiquillo se subiese a las atracciones. A Sandalio no le agradaba la adrenalina y menos aún, escuchar hablar de la Rana. A su madre le encantaba y siempre quería compartir la experiencia con su primogénito. Cada vez que Sandalio subía a la atracción, el gitano que la custodiaba, a la vez viejo amigo quemasangres de su madre; le daba una colleja que le despeinaba, aparte de dejarle aún más morfinómano. Su madre no paraba de decirle lo bien que se lo iba a pasar. Éste con tal de complacerla, siempre acababa cediendo. Sandalio ya podía sentir sus tripas. Una terrible sensación de rubor, seguida de una incómoda y fría sudoración, que desconvocada en una perversa salivación, donde saboreaba todas y cada una de las cucharadas de lentejas que su abuela le había obligado a comer al medio día.
La Rana estaba compuesta por diez brazos mecánicos, que subían y bajaban, a la vez que producían un estruendo parecido al de los toros antes de atacar. Al final de cada brazo se encontraban los sillones y un desgatado cinturón, que podía amarrar a un máximo de tres personas. Sandalio empezó a perder la agudeza visual cuando el aparato de humo inundó la zona. Empezaba la música y con ella los brazos a dar vueltas sin separarse del suelo. Su madre se dedicaba exclusivamente a mirar a su alrededor, ignorando el pánico de su hijo.
Tras treinta segundos de rotaciones repetitivas, los brazos de la Rana se lanzaron sin piedad hacia el cielo. A la tercera bajada Sandalio se acomodó en la esquina del sillón y echó todo lo que su minúsculo estómago había almacenado desde la maitinada. El gitano, que había presenciado el violento espectáculo, entró en un permanente ataque de risa que retrasaba el detenimiento de la Rana. Su madre acompañaba las risas del gitano. No sabía cómo después de tantos años, aquel hombre podía seguir disfrutando de tan redundante trabajo.
Al bajar, el gitano guiñó el ojo a Sandalio mientras imitaba su nefasta actuación. Se apretaba el estómago, fingiendo la devolución de sustento. Su madre no entendió la broma y dejó que el gitano la sedujese como siempre hacía. Le cantaba una de las últimas canciones del disco, que decía preparar y que salía siempre a finales de año. Sandalio deseó gozar de su bilis y devolvérsela al gitano en ese instante tan perturbador. Desgraciadamente, ya se había deshecho de todo el material y decidió marcharse desconsolado. Eso sí, no sin una colleja de despedida.
YOU ARE READING
Aquí hay pez encerrado (Parte I)
Short StorySandalio sólo tenía ocho años en el verano del noventa y nueve. La escuela ponía fin a su tercer trimestre y comienzo a las vacaciones de verano. Fue entonces, cuando se topó con alguien o algo, que cambiaría su vida para siempre.