XIII. Hansel Y El Horno

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Monstruo era una palabra que podría definir en lo que se había convertido; no podía ni verse en el espejo, aun así seguía sonriendo como el dulce, y aparentando siempre ser alguien alegre. Alfred seguía asistiendo a la capilla cada mañana, conteniéndose de correr hacia donde su hermano. Y como otras veces, esperó a que su hermano estuviera solo para acercarse, con la esperanza de que Matthew al menos le dejara escuchar su voz. Imploraba por un poco de la piedad de su gemelo, aunque solo fuera lástima que pudiera confundir con su amor.

Pero ahí estaba Iván como siempre, a su lado, no permitiendo que fuera libre de acercarse. Con sus ojos, observó a su hermano, quien fue consciente de la eterna presencia de Alfred.

—Iván...creo que debo hablar con mi hermano, no puedo seguirlo evitando —susurró al ruso, que lo miró con duda, pero este asintió—. Gracias, además debo hacer limpieza aquí, así que regresaré tarde —agregó con una sutil sonrisa.

La mañana era brumosa, y el mar se observaba más negro que de costumbre. El condenado había tomado una decisión, de sumirse más en la oscuridad, para saciar su interminable sed de un poco de amor.

—Hola Mattie —Sonrió triste, que contrastaba con una expresión tan serena que dejó al sacerdote sin palabras.

Cuánto ansiaba escuchar a su hermano, cuánta desesperación sintió por el abandono de este. Nuevamente quien amaba lo volvía a dejar. Alfred pensaba, que era de esos desgraciados indignos de ser amados.

Al final, hasta la buja comenzaba quemarse con las brasas de su propio horno.

Odiaba tener que hacerlo, pero no había otra manera, aun si le atormentara de manera insoportable el lastimar a su hermano, el mancharlo.

Matthew se dio muy tarde cuenta de aquello.

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Iván llevaba una hora frente a la ventana, ya sintiendo la preocupación germinar en sus pensamientos. Matthew llevaba cerca de dos horas retrasado, o lo que se consideraría retraso con la hora normal en que solía llegar. La tarde comenzó a asentarse, y la penumbra a cubrir las calles.

El ruso no era alguien de quedarse quieto, así que con un abrigo sobre su espalda, decidió dar una vuelta por el pueblo, y quizás preguntar a alguien dispuesto a contestarle, en donde había visto al joven sacerdote.

No tenía idea de quién podría hacerle daño, sin embargo, las personas de ese lugar parecían vivir con los secretos en sus bocas, y las dagas en sus manos. Todo lo que no comprendieran, lo vivían como una amenaza.

—Disculpe, querida señora —interrumpió Iván la plática de dos mujeres en un lado de la calle, que hablaban entre susurros; búsquense una vida, pensó el ruso al tener idea de que hablaban en lugares como esos, la vida de otros era mucho más interesante que la propia—. Quisiera hablar con el sacerdote Matthew, ¿Dónde puedo encontrarlo?

Las mujeres lo miraron con desdén, incómodas aún por su presencia que sentía extraña. Al final, la más joven de ellas, terminó por ceder, con tal de deshacerse del hombre. El ruso no era recibido con amabilidad, más que por la que Matthew le mostró desde el principio.

—La última vez que lo vimos, estaba en la capilla; siendo un hombre de Fe como es, debería seguir ahí —contestó, y con una mirada, su compañera asintió, y ambas se fueron.

El ruso se encaminó al risco con premura.

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Lo que había hecho era terrible, pero no había vuelta atrás, ya había olvidado cómo arrepentirse de sus pecados. Con el cuerpo de su hermano inconsciente frente a él, había sellado su destino. Las paredes de la capilla le parecieron altísimas, lamento la amabilidad de Matthew, y su ingenuidad al darle la espalda; pero, ¿quién podría dudar de su propio hermano? No se suponía que su familia fuera una amenaza, que el dulce Alfred se hubiese convertido en una abominación.

Se dejó caer contra los cimientos de madera del podio donde Matthew decía su sermón, y se cubrió el rostro: no podía dejar ir a su hermano de ahí, no lo dejaría ir.

Se acercó a gatas al cuerpo inconsciente de su gemelo, y con expresión asustada, con movimientos en extremo vacilantes, se atrevió a tocar el rostro sereno del otro, de una manera que jamás hizo antes, porque era un cobarde, porque ya no era un niño que podía justificar sus actos irracionales por no comprender la maldad.

Lo lamentaba por su hermano, pero eso era algo que no podía deshacer. Miró el techo de la capilla, y tomó una decisión. Las cosas debían acabar así, y se sentía feliz con que fuera con su gemelo a su lado; ya no podría soportar vivir así, además de que esa persona, la que era el sostén de su alma, lo odiaría cuando viera en lo que se convirtió: le temería.

—Mattie, Mattie —pronunció con lágrimas en sus ojos, y le besó la mejilla—, lo siento, lo siento tanto, pero es que no puedo, ya no puedo...

En su niñez, solo existieron dos personas que lo amaron incondicionalmente, y uno de ellos incluso compartió el vientre materno con él. Su padre lo amaba, no lo dudaba, pero el que siempre sabía cómo consolarlo, comprender sus emociones mejor que nadie, fue su gemelo, ese que le dijo lo que más necesitaba cuando aún esperaba el regreso de su madre: "Estoy contigo..." Fue lo que un pequeño que también fue abandonado le dijo con voz temblorosa, fue también lo que le dijo cuando murió su padre.

Y Alfred siempre creyó que sería así, que su hermano estaría para él, solamente para él.

—Te amo, eso lo sabes Mattie —confesó al joven que yacía inconsciente, admirando los rubios cabellos que a relucían en la oscuridad de la capilla—. Lo que nunca has sabido, es que mi amor es diferente, perdóname.

Alfred había tomado una decisión, y pensó que ese besó profano que robó sería su único consuelo.

La bruja encontró el final de su condena en su horno; puesto que el fuego siempre era capaz de purgar.

El mar de los penitentes [Hetalia]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora