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Las nubes estaban grises como las piedras del sendero, y las gotas de lluvia repicaban contra éstas. Lo que había empezado como un día soleado, ahora comenzaba a oscurecerse rápidamente. Grandes nubarrones se cernían sobre mí, ocultándome en la oscuridad del camino, lo cual agradecí, ya que debía escapar sin ser vista.

Había sido un día duro; no había podido robar gran cosa, y, al final, al ver que no iba a conseguir nada, cogí del puesto del frutero un gran surtido de manzanas y peras que me sirvieran para llevarme a la boca. Estaba hambrienta, pues no había probado bocado en todo el día. Por el sol, pese a las nubes, deduje que eran aproximadamente las siete de la tarde. Tardaría una hora más en llegar a casa, donde iba a recibir duras reprimendas.

Me giré e intenté ver si me seguía alguien, pero no fue así. Aunque me hubieran estado persiguiendo, la niebla y la poca luz me habrían ocultado en la oscuridad. Aún así, no aminoré el paso. No me convenía estar en el camino por mucho tiempo, y menos a estas horas.

La lluvia pronto arreció, y cada vez había menos luz. Los ruidos de la noche comenzaron a afluir. Los búhos ululaban, indicando la incipiente noche, y otros animales nocturnos producían distintos sonidos, incitándome a continuar sin pausa. Un lobo, a lo lejos, aullaba.

No me consideraba una joven miedosa, pero no me gustaban los sonidos del camino por la noche. Entonces comencé a escuchar cascos de un caballo repiqueteando en el camino. Parecía que se acercaba un carro. No podía ser extremadamente malo; si fueran maleantes no irían con un carro, como mucho a caballo o andando, y no creía que fuera el frutero persiguiéndome ya que de ser así me habría cogido hace tiempo. Pero tampoco quería ser vista, así que me apresuré a taparme con la negra capa que llevaba.

Intenté no mirar, pero la curiosidad me pudo. Era un carro no muy ostentoso, pero perteneciente a alguien de buena clase. Su cochero parecía atento al camino, y no me prestó atención. Sin embargo, el único ocupante del carro me devolvió la mirada. Unos ojos verdes, intensos, me escudriñaron inquisidores. Era apuesto, en el sentido más fiel de la palabra. Sus rasgos, cuadrados, parecían enfurecidos por alguna razón que desconozco. Su boca, torcida, parecía desaprobarme. Sus ojos, esmeralda, intentaban penetrarme en lo más hondo.
Por suerte, el carro no se detuvo y pude seguir mi camino sin mayores incidentes. Sin embargo, no pude evitar preguntarme por la extraña mirada de aquel hombre.

Llegué a Bethnal Green antes de lo previsto, y me encaminé hacia la casa. Con un poco de temor, toqué y esperé a ser abierta. Me abrió Tonni, cubierto de hollín, como de costumbre.

- Hola, Tonni -le dije, sacudiéndole cariñosamente algo de hollín del pelo.

- Hola, Scarlett -me contestó con una tímida sonrisa-. Te está esperando el Jefe, y parece bastante contento. Está arriba.

Vaya, eso era una buena noticia. Esperaba que no se enfadara mucho por lo poco que había podido recoger hoy, y, de hecho, yo tampoco estaba de humor. El encuentro con el caballero del carro me había influido más de lo que pensaba.

Subí las escaleras a toda prisa, no sin antes saludar a Lewis y Edwin, dos de los habitantes de la casa, con un ligero "hola".

Al llegar al primer piso, me tropecé con Alessandro. Me dedicó una tierna pero pícara sonrisa, y me indicó por señas que a las doce en punto de la medianoche me estaría esperando donde siempre. Le sonreí y le rocé la mano, respondiéndole que allí estaría.

Recorrí el pasillo y busqué la última puerta a la derecha. Di tres toques y esperé a que el Jefe me abriera.

- Adelante, Scarlett -dijo. No me sorprendió que hubiera adivinado que era yo, siempre habíamos pensado que el Jefe era un poco brujo. Se encontraba de espaldas a la puerta, en su escritorio, con la vista puesta en lo que estaba escribiendo. Parecía muy atareado, y su atención variaba entre lo que escribía y lo que estaba empaquetando en un gran baúl .

ScarlettDonde viven las historias. Descúbrelo ahora