Capítulo 3

4 0 0
                                    

UNO DE LOS OFICIALES —su nombre era Mertel— le sonrió maliciosamente. El otro oficial —Endres— ya había descendido.
—Baja del carruaje —dijo Mertel—. Ahora viene un trecho empinado. Los caballos tienen suficiente con el carruaje y no tienen por qué soportar, además, el peso de tu trasero.
—Aunque no hay mucho en su trasero —rio Endres.
—No hay absolutamente nada en él —afirmó Mertel.
El maestro Lukas apareció de entre los caballos.
Había examinado la guarnición que unía los caballos con el pesado carruaje.
—Silencio —bramó—. ¡Mertel, Endres, adelántense y aparten del camino los obstáculos que pueda haber!
Los oficiales asintieron y se adelantaron. La pendiente del camino no era muy pronunciada, pero el peso del carruaje era enorme, y los caballos tenían que aguantar hasta Admont. Quirin podía entender que el maestro Lukas quisiera cuidarlos. Sintió cómo la mirada del maestro se posaba en ellos.
—Si fueras tu hermano, te diría que empujes desde atrás —gruño el impresor—. Pero tu hermano tiene hombros y músculos, y no solo huesos y piel, y cara de tonto.
"Mi hermano también puede trabajar en la imprenta, empujar el carro de banco y halar la palanca", pensó Quirin.
Pero no dijo nada. Cualquiera podía sacar músculos con el pesado trabajo en la imprenta: los oficiales, el maestro impresor contratado por el maestro Lukas y el aprendiz.
Los empleados tenían la misma constitución atlética del maestro —todos, menos Quirin, el inútil peón con un contrato por veinte años—.
—Tal vez debí haber traído a tu hermano y dejarte en el taller —rezongó el maestro Lukas.
—No lo sé, maestro —dijo Quirin.
Lo sabía muy bien. Hacía varios meses que el scriptorium episcopal le había confiado un importante trabajo al maestro Lukas. Si no quería que los trabajos se retrasaran, tenía que dejar en Salzburgo el mayor número de especialistas en la segunda imprenta. El maestro impresor que el maestro Lukas había contratado conocía el oficio de la impresión tanto como el maestro mismo. Y junto con el hermano de Quirin y los otros tres oficiales terminarían los trabajos a tiempo. Quirin, en cambio, no hubiera podido aportar casi nada si se hubiera quedado en el taller de Salzburgo. Si la imprenta que llevaban en el carruaje tuviera que funcionar en algún momento, entonces se requerirían los servicios de un peón como Quirin. Este era el motivo por el cual Lukas Guldenmund lo había llevado consigo.
El maestro Lukas se apartó.
—¡Ten cuidado de no ir a parar bajo las ruedas! —dijo.
—Sí, maestro.
El maestro apoyó su cuerpo contra la pared trasera del carruaje en el momento en que los caballos comenzaron a tirar. Quirin trotaba junto a las bestias y miraba a su alrededor. Eran las primeras horas de la tarde. Las estribaciones de las montañas brillaban bajo los rayos del sol, y se erguían a sus pies sobre los verdes bosques y los pastos alpinos como las puntas de una poderosa corona.
"O como dientes en una mandíbula completamente abierta", pensó Quirin.
Las gigantescas montañas rocosas le infundían un respeto cercano al miedo. Siempre habían estado allí y seguirían estando cuando todos los conocidos de Quirin se hubieran convertido en ceniza. El destino de un solo hombre les era completamente indiferente. Quien anduviera por sus senderos, no caminaba amparado por amigos.
Quirin estaba contento de que hubiera calzada. Se imaginaba cómo sería tener que confiarse a los senderos montañosos, y sentía cómo un escalofrío le subía por la espalda.

EL LiBRO DE LAS TiNiEBLASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora