Me poso delante de la puerta blanca con la mano en el pomo sin poder girarlo para entrar y verla finalmente. No puedo, no puedo verla. Pero quiero, necesito hacerlo. En la UCI del hospital de Mountwood, no hay paredes completas, quizás unos cincuenta centímetros de pared y lo demás es ventanales para que las enfermeras estén al pendiente de sus pacientes y saber si algo anda mal. Veo mis pies y el piso para no derrumbarme nuevamente.
Cuando finalmente entro no me sorprende la habitación de blanco, como todo aquí. Escucho mil sonidos agudos alrededor y uno con respiración pausada. Mi vista se maneja despacio y la miro ahí, acostada con miles de cables en su cuerpo, blanca, quieta y pasiva. Solía verla dormir a menudo por las madrugadas pero jamás ha tenido un sueño tranquilo. Me acerco con piernas de hierro y me arrodillo frente a ella, deslizo mi mano sobre su cabello. Esto es tan irreal. Su piel esta fría, sus labios sellados y su ceño sereno. El golpe de la cabeza está tapado con una gaza blanca, donde seguramente tiene puntos para cerrar la herida.
-Mi vida- susurro y paso su mano en mi mejilla. No lo evito y mis ojos se humedecen de nuevo.
Su cabello está apagado, su piel parece escarcha y sus labios no tienen ese color rosado que me vuelve loco. No veo sus ojos color de color avellana. Todo en ella está apagado. En mi mente pasan mil imágenes de recuerdos con ella y ni enferma la veo así. Ella siempre sonríe, se ríe, frunce el ceño, juega con su cabello lacio, muerde su labio cuando está nerviosa, canta, pinta , hace cientos ademanes y expresiones faciales, juega con laika como si se tratase de una niña pequeña, me roba besos y acaricia mi rostro cuando manejo y veo televisión. Vida, eso irradia ella pero… esta chica no. Tomo una bocanada de aire para asimilar la imagen que ahora tengo y debo ser fuerte hasta que ella despierte.
-¿Señor?- me llama el chico de la cafetería. Me incorporo y lo miro. –Tenemos casa llena pero si no le molesta puede compartir una mesa- sonríe.
-Sí, no hay problema-
-Descuide. Venga – camina dentro de la cafetería Starbucks. No me sorprende jamás que esté lleno, es la única en todo Mountwood. El chico se para entre todas las mesas y señala una. –Allá, venga conmigo- me dice y se dispone a caminar cuando lo detengo.
-¿Ya le pregunto a su otro cliente si esto está bien?- pregunto. El muchacho, quien seguramente es menor que yo, se ríe entusiasta y seguro.
-No se preocupe, ya he hablado con el cliente y no tienen ningún problema con compartir la mesa con usted- levanta sus hombros en una larga respiración y camina, no me queda remedio que seguirlo. En la mesa frente a nosotros hay una chica escuchando fuertemente música mientras lee un libro y hace garabatos en una libreta, su café y su panecillo están a un lado de ella. Se ve tan despreocupada que me asusta compartir mesa con ella. El mesero carraspea la garganta pero ella no le escucha, me rio suave, lo vuelve a hacer y sutilmente mueve su hombro que garabatea, la chica finalmente nos presta atención.
-Señorita ¿No importa compartir la mesa?- le pregunta.
-Oh, no, no. Por favor tome asiento- responde ella quitando su maletín de la silla y despejando el área un poco.
-Gracias, aquí tiene otro panecillo por su compresión, de verdad gracias- le dice.
-Ya, Víctor. De nada y basta de tratarme de “señorita” y de darme panecillos extras, no me quieras engordar- le frunce el ceño de manera divertida y le sonríe de vuelta. Víctor ríe y se aleja.
-Es un amigo mío- me dice.
-Ah, que bueno- respondo y me siento. Miro alrededor buscando mi Caramel Mochiatto y mi rosquilla en la bandeja de algún mesero. Veo a la chica, quien ha regresado a sus asuntos, pero sin audífonos, da un pequeño sorbo de su café. Su cabello castaño claro cenizo, lacio y brilloso como jamás he visto otro cabello se transforma en una ligera cortina entre ella y yo. Me pica la garganta y carraspeo un poco.