Reino de Eryndor:
El sol asomaba sus primeros rayos sobre las majestuosas montañas que rodeaban Luminara, la capital del Reino de Eryndor. La luz dorada se filtraba a través de las vidrieras del imponente palacio de mármol blanco, tiñendo de ámbar las paredes decoradas con intrincados relieves. Una suave brisa matutina, cargada con el aroma fresco de los pinos y la lavanda que florecía en los vastos jardines reales, se colaba por las ventanas abiertas, llevando consigo un murmullo de anticipación que recorría cada rincón del reino.
En el corazón del palacio, donde el silencio era interrumpido solo por el crujido leve de la madera y los pasos apresurados de las sirvientas, la reina de Eryndor se encontraba en la recta final de un parto que había durado toda la noche. La habitación, iluminada por la tenue luz de las lámparas de aceite, estaba impregnada de un suave aroma a jazmín. Las cortinas de seda dorada, bordadas con finos hilos de plata, ondeaban suavemente al compás de la brisa, como si el palacio entero respirara en un ritmo pausado y expectante. Las paredes, adornadas con frescos de escenas celestiales y mitológicas, parecían reflejar la ansiedad y la esperanza que llenaban el aire.
Las mucamas, expertas en asistir a las mujeres de la realeza en el parto, se movían con precisión y cuidado. Sus manos, firmes pero delicadas, ofrecían paños de lino limpio y esencias aromáticas para calmar a la reina. Una de ellas, una mujer mayor de rostro sereno, susurró a la reina palabras de aliento, recordándole que las reinas de antaño también habían dado a luz bajo la misma luna, y que sus hijos habían sido grandes reyes y reinas. "Es un signo, Su Majestad", dijo otra, más joven, mientras le ofrecía agua. "El niño que está por nacer será un guerrero, un heredero fuerte, tal como lo fueron sus ancestros."
Afuera, en los pasillos del palacio, el rumor sobre la inminente llegada del primogénito real corría como pólvora. Los sirvientes intercambiaban miradas emocionadas, y los nobles reunidos en la sala del trono murmuraban con entusiasmo sobre el futuro del reino. "Será un príncipe fuerte y valeroso," se escuchaba decir, "un digno heredero del trono de Eryndor." Otros hablaban en voz baja, asegurando que las estrellas habían predicho su grandeza, y que bajo su liderazgo, el reino prosperaría como nunca antes.
En la cámara real, el rey caminaba de un lado a otro, incapaz de ocultar su nerviosismo. Aunque había enfrentado innumerables batallas y había tomado decisiones que habían cambiado el curso de la historia, nada lo había preparado para este momento. Su corazón latía con fuerza en su pecho, y en sus ojos brillaba una mezcla de miedo y esperanza. "Que los dioses lo protejan," murmuró en un suspiro, mientras sus pensamientos volaban hacia su esposa, que en ese momento luchaba con todas sus fuerzas para traer al mundo a su hijo.
Finalmente, justo cuando el primer rayo de sol tocó la cuna adornada con filigranas de oro y joyas preciosas, se escuchó el llanto de un recién nacido. El príncipe Jimin había llegado al mundo al amanecer, su piel suave y rosada, y sus pequeños ojos apenas abiertos, pero ya brillando con una promesa insondable. El rey, con lágrimas de orgullo y alivio rodando por sus mejillas, se acercó a la cuna y, con manos temblorosas, levantó al niño hacia la luz. "¡Mirad!", exclamó con voz fuerte y emocionada. "¡Ha nacido el futuro de Eryndor, nuestro príncipe, nuestro guerrero!"
Los sirvientes, las mucamas y los nobles presentes se inclinaron en reverencia, conscientes de que en ese preciso instante, un nuevo capítulo se abría en la historia del reino. Los murmullos se intensificaron, y las palabras de admiración y augurios de grandeza llenaron la sala, mientras el sol, como si también celebrara el nacimiento, bañaba el palacio con su cálida luz dorada.
El príncipe Jimin, envuelto en suaves mantas de lino bordadas con los emblemas reales, fue entregado a los brazos de su madre. La reina, con el rostro aún pálido por el esfuerzo del parto, lo recibió con una ternura infinita. Sus manos, temblorosas pero firmes, lo acunaron contra su pecho, y en ese instante, el mundo exterior dejó de existir para ella. Todo lo que importaba era la calidez de su hijo, el suave latido de su corazón que resonaba en su oído, y la sensación de haber traído al mundo a una nueva vida.