No tenía nada que perder, y, sin embargo, se olvidó su sombrero.
Bill era un hombre normal. No, mucho más que eso; soso, vainilla, gris. En las tardes de verano de su infancia despegaba los sellos de las cartas que había acumulado durante todo el año y los pegaba en su frente tumbado bocarriba de cara al ventilador que colgaba del techo. Su madre lo miraba con desamparo, pero resignada a tener un hijo soso, vainilla, gris.
Bill entró en la tienda de animales. El movimiento hacía que su soso vestuario, chaqueta vainilla, pantalón gris, hiciera un monótono sonido al roce. Puso su pecera en el mostrador. Era una pecera de cristal, esférica, la más estereotípica que se pueda imaginar. Dentro había un pez. Un pez naranja, cliché, soso y aburrido. Lo consiguió en la tómbola el verano anterior. Ahora estaban prometidos. Se llamaba Wanda.
Bill pidió un bote de comida de pez, dejando su sombrero, negro, soso y aburrido, frente a sí, sobre el mostrador, junto a la pecera. Ese sería su mayor error. El dependiente, un joven sin afeitar, con un mondadientes en la boca y expresión perdida, depositó el envase en su extremo del mostrador. Bill sacó un billete de la cinta de su sombrero y se lo extendió al chico. El chico lo cogió y se fue a la trastienda. Bill se quedó mirando al frente, solo en la tienda, en una pose sosa, vainilla, gris. Cinco minutos después cogió la comida y la sopesó en sus manos, para meterla seguidamente en la pecera. El envase quedó flotando en el agua. Bill se giró y se encaminó a la puerta. Sin embargo, se detuvo a escasos metros de la salida y volvió sobre sus pasos. Por poco no se había dejado su sombrero. Lo cogió y se lo encajó en la cabeza.
***
El restaurante estaba cerrando. Bill se acercó a una mesa con un cartel que rezaba "reservado". Tomó una de las sillas y ofreció asiento a su pez, Wanda. Luego se sentó frente a ella. Sacó el paquete de comida de la pecera y lo vertió en un plato hondo. Acto seguido tomó la pecera y la volcó también en el plato. Wanda estaba en el plato. Era un plato muy hondo.
Bill se quitó el sombrero y lo depositó sobre la mesa. Llamó al camarero:
'Un vaso de agua con limón, s'il vous plait, garçon,' dijo en tono monocorde.
'¿Y para la señora?' respondió el camarero.
'Ya tiene su comida.'
Wanda miró fijamente a Bill. La furia inundaba su cara. Su mirada era fulminante. Ya estaba harta de que hablara por ella.
'Lo siento cariño, es que el caballero me estaba mirando a mí,' dijo él como única respuesta.
'A mí no me metan en estos rollos personales, yo solo sirvo comida aquí; tengo hijos y una hipoteca que mantener,' espetó de vuelta el camarero.
El camarero se levantó la falda y salió corriendo. Wanda y Bill se quedaron solos con sus problemas en el salón. Wanda engullía aprisa para tragar la furia que sentía hacia Bill. No le iba a permitir ni una más. Este era su ultimátum.
En ese momento entraron dos jóvenes bucólicos por la puerta: un chico y una chica, con sendas coronas de flores. Iban vestidos con ropajes medievales, y sus facciones eran ovinas, específicamente cuernos, perilla y pezuñas de cabra por piernas. Dando saltitos corrieron a sentarse en la mesa contigua a la de Bill y Wanda. El camarero apareció con un par de periódicos y le puso uno a cada uno en su plato. En cuanto se fue, los jóvenes comenzaron a mordisquear las esquinas de los diarios mientras balaban hacia el techo. Tenían la mirada perdida. Excepto cuando se miraban el uno al otro. En esos momentos se podía ver el apasionado amor que sentían el uno por el otro. Eran jóvenes e inexpertos. Bill lo notaba. Él también había mirado así a Wanda una vez. Paseaban por el parque cogidos de la mano, iban al acuario, a cenar. Una vez fueron a hacer puenting. Wanda se echó para atrás en el último momento, pero Bill consiguió que venciera sus miedos; solo le bastó una mirada y tomarla de la aleta. Estaban más unidos que nunca. Ahora, en cambio, era su relación la que pendía de un hilo.