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—Estoy... Estresada. —Rachel hundió las manos en su pelo con el bolígrafo entre los dedos, mirando su libro de química.

—¿Tú estás estresada? —Dije con una sonrisa irónica. —Yo no sé ni qué tema estamos dando. Eso es estrés. —Rachel hizo una mueca, y Olivia, que estaba a mi lado, señaló una de las fórmulas que había en mi folio. Comenzó a explicármelo todo como si yo fuese a entender algo, y simplemente asentí a lo que me decía. Cuando terminó, nos miramos durante unos segundos y yo ya no sabía por qué mi mirada estaba fija en la suya.

—No te has enterado de nada, ¿verdad? —Negué y Olivia se echó a reír, poniéndome una mano en el hombro. Cogió el bolígrafo y comenzó a explicármelo haciendo las anotaciones en la hoja, preguntándome a cada instante si me había enterado. —¿Todo claro ahora?

—Al menos... Mejor. —Me encogí de hombros con una sonrisa. Olivia volvió a coger el bolígrafo y dibujó un pequeño corazoncito en la esquina superior izquierda de mi página.

—Para que te acuerdes de mí cuando estés estudiando. —Me guiñó un ojo y se fue, alejándose entre las estanterías, su figura colándose entre los huecos de los libros utilizados hasta desaparecer.

Cuando me giré, Rachel me miraba con el ceño fruncido.

—¿Te gusta Olivia? —Susurró achicando los ojos. Yo negué rápidamente.

—No.

—¿Y esa cara entonces? —Solté una carcajada negando, recogiendo mis cosas a la vez que Rachel.

—No tengo ninguna cara. —Respondí de mala gana, colgándome la mochila al hombro. —Oye tengo que irme, ¿le dices a Olivia que me voy?

—Claro.

Me monté en la bicicleta y recorrí el pueblo calle arriba hasta llegar a nuestra urbanización y a casa de la señora Harrington. Ella me estaba esperando en el jardín, y me explicó que le habían crecido unas setas alrededor del árbol y que no sabía si quitarlas. Yo le dije que las dejase, que le daban un aire más místico y otoñal, como si fuese un bosque. También me enseñó sus rosales, a que había atacado de la noche a la mañana un parásito que se estaba comiendo sus hojas.

Esparcí aquellos productos químicos por encima de las hojas y bajo la tierra, cuando empezó a chispear. Miré al cielo, tan negro que casi creí que se había hecho de noche.

—¡Corre! ¡Entra, hija! —Me decía la señora Harrington al escuchar aquél enorme trueno. Entonces, con grandes y rápidas zancadas, me lancé al interior de la casa. Me había mojado, sí, pero sólo por encima. —Qué tiempo tan loco. Y dicen que eso del cambio climético es mentira. —Sonreí ante el comentario y su peculiar forma de pronunciar climático. Si fuese una persona joven lo corregiría, pero viniendo de una señora como ella ya me enternecía. ¿Para qué la iba a corregir? ¿Para hacerla sentir mal? No, ella sabía que el mundo estaba podrido y era lo que contaba.

—Pues sí, señora.

—¿Quieres un poquito de té de menta? Seguro que te calienta, aunque sea una chispa. —Sonrió tanto que sus ojos se achinaron y no podía verlos.

—Por supuesto.

Pero la señora Harrington no se quedó ahí. Trajo una caja de metal llena de galletas que ella misma había hecho. Eran enormes, podrían medir diez centímetros de diámetro, con pepitas de chocolate que se fundía por dentro, de arándanos, de moras, de mantequilla de cacahuetes y otras sin relleno.

—Toma, coge una. —Alargué la mano y cogí la de chocolate, dándole un gran mordisco. No pude hablar, pero por el gesto en mi rostro la señora Harrington debió deducir que estaba riquísima. —Parece que te gusta.

El fuego entre mis venasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora