La transformación (por Mary Shelley)

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He oído decir que cuando alguna aventura extraña, sobrenatural y de carácter necromántico le ha sucedido a algún ser humano, dicho ser, no importa el deseo que tenga de ocultarlo, en cierto periodos se siente destrozado como por un terremoto intelectual y se ve forzado a desnudar sus profundidades interiores a otra persona. Yo soy testigo de la verdad de esta afirmación. Me he jurado a mí mismo no revelar jamás a oídos humanos los horrores a los que una vez, por exceso de un orgullo malévolo, me entregué. El hombre santo que oyó mi confesión y me reconcilió con la Iglesia está muerto. Nadie sabe que en una ocasión...

¿Por qué no habría de ser así? ¿Por qué contar una historia de impía tentación de la Providencia, sometedora del alma a la humillación? ¿Por qué? ¡Contéstame, tú que eres sabio en los secretos dela naturaleza humana! Sólo sé que es así; y a pesar de una fuerte decisión —de un orgullo que me domina en exceso—, de vergüenza e incluso de miedo de hacerme odioso a mi propia especie, debo hablar.

¡Génova! Mi lugar de nacimiento... ¡Ciudad orgullosa que da a las azules aguas del Mediterráneo! ¿Me recuerdas en mi infancia, cuando los riscos y promontorios, tu brillante cielo y alegres viñedos eran mi mundo? ¡Felices tiempos! Cuando par el corazón joven el universo de estrechos límites deja, por su propia limitación, un sendero libre a la imaginación, encadena nuestras energías físicas y es el único período en nuestras vidas en que la inocencia y el gozo están unidos. No obstante, ¿quién puede mirar atrás, a la infancia, y no recordar sus dolores e inquietantes temores? Yo nací con el espíritu más arrogante, altivo e indomable con que jamás se viera dotado un mortal. Sólo ante mi padre me arredraba, y él, generoso y noble, pero caprichoso y tiránico, al mismo tiempo fomentaba y refrenaba esa salvaje impetuosidad de mi carácter, haciendo necesaria la obediencia, pero sin inspirar respeto por los motivos que guiaban sus órdenes. Ser un hombre, libre e independiente, o, en mejores palabras, insolente y dominante, era la esperanza y anhelo de mi rebelde corazón. Mi padre tenía un amigo, un genovés noble y rico, que en un tumulto político se vio repentinamente sentenciado al destierro y sus propiedades fueron confiscadas. El marqués de Torella fue solo al exilio. Al igual que mi padre, era viudo. Tenía una hija, la pequeña Juliet, que quedó bajo la custodia de mi padre. Ciertamente, yo habría sido un maestro poco amable para la adorable muchacha, pero por mi posición me vi obligado a convertirme en su protector. Diversidad de incidente llevaron a un único punto: que Juliet viera en mí una roca de refugio, y yo en ella a una persona que debía perecer por la suave sensibilidad de su naturaleza rudamente sacudida, de no ser por mis cuidados de guardián. Crecimos juntos. La rosa que se abre en mayo no era más dulce que esta querida joven. Su rostro irradiaba belleza. Su silueta, su andar, su voz... Mi corazón llora incluso ahora al pensar en todo el candor, amabilidad, amor y pureza encerrados en esa morada celestial. Cuando yo tenía once años y Juliet ocho, un primo mío, mucho mayor que los dos —a nosotros nos parecía un hombre—, le prestó mucha atención a mi compañera de juegos. La llamó «su prometida» y le pidió que se casara con él. Ella se negó y él insistió, atrayéndola contra su voluntad hacia él. Con el semblante y las emociones de un maníaco, me lancé sobre él y me fané por desenfundar su espada... Me aferrá a su cuello con la feroz resolución de ahorcarle; tuvo que pedir ayuda para que me separaran. Aquella noche llevé a Juliet a la capilla de nuestra casa e hice que tocara las reliquias sagradas: intimidé su corazón infantil y profané sus labios de niña con el juramente de que sería mía, sólo mía.

Bueno, aquellos días pasaron. Torella regresó pocos años después, y se hizo más rico y próspero que nunca. Cuando tenía diecisiete años, murió mi padre; había sido magnífico en el despilfarro. Torella sintió júbilo porque mi minoría de edad le brindaría la oportunidad de incrementar mi riqueza. Juliet y yo habíamos sido prometidos junto al lecho de muerte de mi padre... Torella iba a ser un segundo padre para mí. Tuve deseos de ver mundo y se me concedió. Fui a Florencia, a Roma, a Nápoles. Desde allí pasé a Toulon, y por fin llegué a lo que había sido el centro de mis deseos: París. Por entonces reinaba una actividad frenética en París. El pobre rey, Carlos VI, ora cuerdo, ora loco, ora un monarca, ora un esclavo abyecto, era la burla personificada de la humanidad. La reina, el delfín, el duque de Borgoña, alternativamente amigos y enemigos —ya fuera reuniéndose en banquetes derrochadores, ya fuera derramando sangre en rivalidad— estaban ciegos al desgraciado estado de su país y a los peligros que pendían sobre él, y se entregaban por entero al gozo disoluto o a la lucha salvaje. Mi personalidad aún seguía conmigo. Era arrogantes y obstinado; amaba el alarde y, por encima de todo, carecía de control alguno. ¿Quién iba a controlarme en Paris? Mis jóvenes amigos se mostraban ansiosos por alimentar pasiones que les proporcionaban placer. Se me consideraba atractivo, era maestro en todos los logros de un caballero. No estaba relacionado con ningún partido político. Llegué a ser el favorito de todos. Debido a mi juventud se me perdonaba toda presunción y altivez: y así me convertí en un joven consentido. ¿Quién podía controlarme? No las cartas y consejos de Torella... sólo la fuerte necesidad que me visitaba bajo la aborrecida forma de una bolsa vacía. Mas había medios para rellenar ese vacío. Vendí acre tras acre, propiedad tras propiedad. Mis ropas, mis joyas, mis caballos y sus jaeces casi no tenían rival en el suntuoso París, mientras las tierras de mi herencia pasaban a manos de otros.

El duque de Orleáns fue emboscado y asesinado por el duque de Borgoña. El miedo y el terror se apoderaron de París. El delfín y la reina se aislaron; se suspendieron todos los placeres. Yo me cansé de ese estado de cosas... Mi corazón ansiaba mis correrías infantiles. Casi era un mendigo; sin embargo, podía regresar, reclamar a mi prometida y reconstruir mis riquezas. Unas cuantas empresas felices como comerciante me harían rico de nuevo. No obstante, no retornaría con aspecto humilde. Mi última disposición fue desprenderme de mi propiedad próxima a Albaro por la mitad de su valor a cambio de dinero inmediato. Luego despaché toda clase de artesanías, tapices y muebles de esplendor real para preparar lo último que me quedaba de la herencia: mi palacio de Génova. Pero aún me demoré un poco más, avergonzado por el papel de hijo pródigo que debía representar.

Envié mis caballos. Le mandé a mi prometida una jaca española sin igual, cuyos jaeces centelleaban con joyas reales y telas de oro. En todas partes hice grabar las iniciales de Juliet y su Guido. Mi regalo obtuvo favor a ojos de ella y de su padre. No obstante, retornar como un derrochador proclamado, con la marca del despilfarro impertinente, quizá para el escarnio y el encuentro sólo de reproches o burlas de mis compatriotas, no era una perspectiva alentadora. Como un escudo que me protegiera de la censura, invitá a unos pocos de mis camaradas más intrépidos a acompañarme: así fui armado contra el mundo, escondiendo un sentimiento ulcerado, mitad miedo y mitad penitencia, con una exhalación osada e insolente de vanidad satisfecha.

Llegué a Génova. Recorrí los senderos de mi palacio ancestral. Mi orgulloso paso no era representante de mi corazón, pues en lo más hondo sentía que, aunque rodeado por todos los lujos, no era más que un mendigo. El primer movimiento que hiciera por reclamar a Juliet me declararía a todo el mundo como tal. Leí desprecio o pena en las miradas de todos. Supuse, tan propensa es la conciencia a imaginar lo que merece, que ricos y pobres, jóvenes y viejos, me contemplaban con burla. Torella no vino a verme. No era de extrañar que mi segundo padre esperara la deferencia de un hijo por mi parte y fuera yo el primero en visitarle. Pero, hostigado y aguijoneado por cierto sentido de vergüenza por mis locuras y deméritos, me afané por culpar a otros. Celebrábamos orgías nocturnas en el Palazzo Carega. Esas noches en vela y salvajes eran seguidas por mañanas apáticas en las que me entregaba a toda suerte de negligencias. A la hora del Ave María mostrábamos nuestras refinadas personas en las calles, mofándose de los ciudadanos sobrios, echando insolentes miradas a las mujeres aterrorizadas. Juliet no se encontraba entre ellas... No, no; si hubiera estado allí, la vergüenza me habría espantado, siempre que el amor no me hubiera obligado a postrarme a sus pies.

Me cansé de eso. De repente le hice una visita al marqués. Se hallaba en su villa, una de las tantas que se extienden por los alrededores de San Piero d'Arena. Era el mes de mayo —un mes de mayo en el jardín del mundo—: los capullos de los árboles frutales perdiéndose entre el follaje verde y denso; las parras dando sus frutos; el suelo recubierto con las flores del olivo; las luciérnagas en los setos del mirto... el cielo y la tierra lucían un manto de insuperable belleza. Torella me recibió con una calurosa bienvenida, aunque seria; e incluso esa sombra de desagrado que exhibía pronto desvaneció. Algún parecido con mi padre, algún rasgo de ingenuidad infantil que aún acechaba en su interior a pesar de mi comportamiento, ablandaron el corazón del buen anciano. Envió a buscar a su hija y me presentó a ella como su prometido. Cuando entró, la estancia se iluminó con una luz sagrada. En ella nidaba el aspecto de querubín, esos ojos grandes y suaves, las mejillas con hoyuelos y la boca de infantil dulzura que expresan esa rara unión de felicidad y amor.

Primero me poseyó la admiración; ¡es mía!, fue la segunda emoción orgullosa, y mis labios se alzaron con altivo triunfo. Yo no había sido el enfant gâté de las bellezas de Francia como para no haber aprendido el arte de complacer el corazón blando de una mujer. Si hacia los hombres era altanero, la deferencia con que trataba a las mujeres producía mayor contraste. Comencé mi cortejo a Juliet con mil galanterías, que, jurada a mí desde la infancia, jamás había concedido dicha devoción a otros, y, aunque acostumbraba a las expresiones de admiración, no estaba iniciada en el lenguaje de los amantes.

Durante unos pocos días todo fue bien. Torella jamás hizo una alusión a mi extravagancia y me trató como a un hijo favorito. Pero llegó el día, cuando discutíamos los preliminares de mi unión con su hija, en que ese hermoso rostro de las cosas cambió completamente. Se había redactado un contrato en vida de mi padre. De hecho, yo lo había anulado al haber despilfarrado todas las riquezas que debíamos compartir Juliet y yo. Torella, en consecuencia, eligió considerar cancelado ese lazo y propuso otro, en el que, aunque la fortuna que entregaba se veía inconmesurablemente incrementada, tenía tantas restricciones en cuanto a la manera de gastarla que yo, que veía la independencia sólo en el libre curso de mi voluntad, le ridiculicé diciendo que se aprovechaba de mi situación y me negué en redondo a suscribir sus condiciones. El anciano intentó con suavidad hacerme entrar en razón. El orgullo enardecido se convirtió en el tirano de mi pensamiento: escuché con indignación y le rechacé con desdén.

—¡Juliet, tú eres mía! ¿Acaso no intercambiábamos juramentos en nuestra inocente infancia? ¿No somo uno a los ojos de Dios? ¿Dejarías que el frío corazón y la gélida sangre de tu padre nos separen? Sé generoso, amor mío, sé justa; no retires un regalo, el último tesoro de tu Guido, no reniegues de tu juramento; desafiemos al mundo y, ajenos a los cálculos de la edad, encontremos en nuestro mutuo afecto un refugio para todos los males.

Qué abyecto debí de haber sido para envenenar con semejantes sofismas el santuario del pensamiento sagrado y el tierno amor. Asustada, Juliet se apartó de mí. Su padre era el mejor y más amable de los hombres, y se esforzó en mostrarme cómo nos veríamos llenos de bienes si le obedecía. Él recibiría mi tardía sumisión con cálido afecto, y mi arrepentimiento obtendría un generoso perdón. Infructuosas palabras empleadas por una joven y gentil hija con un hombre acostumbrado a hacer su voluntad e imponer su ley... ¡y que tenía en su propio corazón un déspota tan terrible y decidido que a nadie podía entregar obediencia salvo a sus deseos irrefrenables! Mi resentimiento creció con la resistencia, y mis impetuosos compañeros estaban dispuestos a añadirle combustible a las llamas. Trazamos un plan para secuestrar a Juliet. Al principio pareció estar coronado por el éxito. A mitad de la empresa, a nuestro regreso, fuimos sorprendidos por el desesperado padre y sus criados. Surgió el conflicto. Antes de que llegara la guardia de la ciudad para decidir la victoria a favor de nuestros antagonistas, dos de los sirvientes de Torella fueron heridos de gravedad.

Esta parte de la historia me pesa mucho. Hombre cambiado como soy, me aborrezco con el recuerdo. Que nadie que pueda oír esta historia se sienta alguna vez como me sentí yo. Un caballo enfurecido por un jinete con espuelas punzantes no era más esclavo que yo de la violenta tiranía de mi temperamento. Un espíritu maligno poseía mi alma, irritándola hasta la locura. Escuché la voz de la conciencia en mi interior, pero si me entregué a ella durante un fugaz intervalo, sólo sería un momento antes de verme arrancado como por un remolino... transportado en la corriente de la furia desesperada, juguete de tormentas engendradas por el orgullo. Fui encarcelado, y puesto en libertad a instancias de Torella. De nuevo regresé para llevarle a él y a su hija a Francia, desventurado país, asolado entonces por saqueadores y bandas de soldados sin ley, que ofrecía un agradecido refugio a un criminal como yo. Nuestros planes fueron descubiertos. Se me sentenció al destierro; y, como mis deudas ya eran enormes, lo que quedaba de mis propiedades fue puesto en manos de comisarios como pago. De nuevo Torella ofreció su mediación, solicitando tan sólo mi promesa de no reanudar mis intentos fallidos contra él y su hija. Rechacé su oferta e imaginé que triunfaba cuando me expulsaron de Génova: un exiliado solitario y en la bancarrota. Mis compañeros habían desaparecido: fueron expulsados de la ciudad unas semanas antes y ya se hallaban en Francia. Estaba solo... sin amigos, sin una espada a mi lado, y ni un solo ducado en la bolsa.

Vagué por la playa, mientras un remolino de pasión poseía y desgarraba mi alma. Era como si un rescoldo al rojo me estuviera quemando el pecho. Al principio medité en lo que debía hacer. Me uniría a una banda de saqueadores. ¡Venganza! La palabra me pareció un bálsamo: la abracé, la acaricié, hasta que, como una serpiente, me picó. Entonces, una vez más, abjuraría de Génova y despreciaría ese pequeño rincón del mundo. Volvería a París, donde vivían tantos de mis amigos, donde mis servicios serían aceptados de buena gana, donde me ganaría una fortuna con la espada y podría, con el éxito obtenido, establecer un vil hogar y hacer que el falso Torella lamentara el día, como un nuevo Coriolano, en que me expulsó de sus muros. ¿Retornaría a París así, a pie, como un mendigo, y me presentaría en mi pobreza a aquellos a quienes antes había agasajado con lujo? El solo pensamiento me producía bilis.

La realidad de las cosas comenzó a establecerse en mi cabeza, sumergiéndome en la desesperanza. Durante varios meses había sido un prisionero: la malignidad de mis mazmorras había azotado mi alma hasta la locura y había sometido mi cuerpo. Me encontraba débil y demacrado. Torella había usado mil artificios para proporcionarme comodidad, pero yo los había detectado y despreciado, recogiendo la cosecha de mi obstinación. ¿Qué debía hacer? ¿Arrodillarme ante mi enemigo y suplicar el perdón? ¡Antes preferiría padecer mil muertes! ¡Jamás obtendrían su victoria! ¡Odio...! ¡Juré un odio eterno! ¿Odio de quién...? De un proscrito errante a... un noble poderoso. Para ellos, mis sentimientos y yo no éramos nada: ya habían olvidado a alguien tan insignificante. ¡Y Juliet! Su rostro de ángel y su figura de sílfide resplandecieron entre las nubes de mi desesperación con vana belleza, pues la había perdido... ¡La gloria y flor del mundo! ¡Otro diría que era suya! ¡Esa sonrisa del paraíso bendeciría a otro!

Incluso ahora mi corazón sufre un vuelco cuando me detengo en estos pensamientos lóbregos. Ora sometido a las lágrimas, ora delirando en mi agonía, seguí vagando por la rocosa playa, que se hacía más violenta y desolada a cada paso. Salientes de piedra y terribles precipicios daban a un océano quieto; cavernas negras enseñaban sus bocas como en un bostezo, y eternas entre los nichos desgastados por el mar las aguas murmuraban y rompían. A veces mi camino se veía frenado por un promontorio abrupto, a veces se hacía casi infranqueable por restos caídos del risco. Era casi de noche cuando, desde el mar y como siguiendo la estala de la mano de un hechicero, se levantó una turbia red nubosa, ocultando el azul intenso del cielo, oscureciendo y perturbando las profundidades hasta ahora plácidas. Las nubes tenían unas formas extrañas y fantásticas, y cambiaban y se mezclaban, y parecían ser manejadas por un poderoso encantamiento. Las olas alzaron sus blancas crestas; el trueno susurró, y luego rugió desde el extremo de las aguas, que adquirieron una fuerte coloración púrpura, moteadas de espuma. El lugar donde yo me erguía daba por un lado al extenso océano, y por el otro se hallaba interrumpido por un escarpado promontorio. De repente, rodeando el cabo e impulsado por el viento, surgió un navío. En vano trataron los marineros de abrirse paso hacia el mar abierto... el fuerte viento lo empujaba hacia las rocas. ¡Perecerían! ¡Todos los que iban a bordo morirían! ¡Ojalá yo estuviera entre ellos! Y por primera vez mi joven corazón recibió la idea de la muerte con júbilo. Era una visión terrible contemplar a ese barco luchando con su destino.

Apenas podía discernir a los marineros, pero los oía. ¡En poco tiempo terminó todo! Una roca que acababa de ser cubierta por las olas, invisible en ese momento, aguardaba a la presa. Un trueno explotó sobre mi cabeza en el instante en que el esquife se lanzó sobre su enemigo invisible con un espantoso impacto. En un breve espacio de tiempo se hizo pedazos. Allí me encontraba yo, luchando sin esperanza alguna contra la aniquilación. Con demasiada claridad oí sus gritos, que con aguda agonía conquistaban el fragor de que los rodeaba. Las oscuras olas agitaban de un lado a otros los restos del naufragio, que pronto desaparecieron. Con fascinación observé hasta el final; por último, caí de rodillas y me cubrí la cara con las manos. Al rato alcé la vista y vi que algo flotaba en el remolino, acercándose más y más a la playa. ¿Se trataba de una figura humana? Se hizo más nítida; y una última y poderosa ola alzó toda la embarcación y la dejó encallada en una roca. ¡Un ser humano a horcajadas en un cofre! ¡Un ser humano! Pero ¿lo era de verdad? Seguro que nada igual había existido antes: un enano con ojos entrecerrados, facciones distorsionadas y un cuerpo deforme... hasta que se convirtió en un horror a la vista. Mi sangre, que había sentido compasión hacia un congénere así arrebatado de su tumba acuosa, se heló en torno a mi corazón. El enano se bajó del cofre y se apartó el pelo lacio y enredado de su odioso semblante.

—¡Por San Belcebú! —exclamó—. ¡He sido derrotado! —miró a su alrededor y me vio—. ¡Oh, por el espíritu maligno! He aquí otro aliado del poderoso. ¿A qué santo le ofreciste plegarias, amigo.... sino al mío? Sin embargo, no te recuerdo a bordo.

Me encogí ante el monstruo y su blasfemia. De nueo volvió a interrogarme, y emití una replica inaudible. Él continuó:

—Tu voz está ahogada por este rugido disonante. ¡Qué ruido crea este inmenso océano! Los colegiales que salen de su prisión no son más estruendosos que estas olas libres para jugar. Me molestan. No soportaré más su bravuconería. ¡Silencio, anciano! ¡Vientos, cesad! ¡A vuestros hogares! ¡Nubes, volad a las antípodas y despejad nuestro cielo!

Mientras hablaba, extendió los dos brazo largos y flacos, parecidos a las patas de una araña, y dio la impresión de abrazar con ellos la extensión de agua que había ante él. ¿Era un milagro? Las nubes se quebraron y huyeron; el cielo azul se asomó, y luego fue como un campo apacible sobre nosotros; el viento tormentoso fue cambiado por una suave brisa que sopló desde el oeste; el mar se calmó; las olas se convirtieron en ondas.

—Me gusta la obediencia incluso en estos estúpidos elementos —dijo el enano—.¡Cuánto más en la mente indómita de un hombre! Has de reconocer que fue una buena tormenta... y toda de mi creación.

Era tentar a la Providencia intercambiar palabras con este mago. Pero el Poder, en todas sus formas, resulta venerable para un hombre. El miedo, la curiosidad y una persistente fascinación me acercaron a él.

—Vamos, no tengas miedo, amigo —indicó el deforme—. Cuando me complacen tengo buen humor, y algo me place en tu cuerpo bien proporcionado y en tu atractiva cara, aunque pareces estar un poco abatido. Tú has sufrido un desastre de tierra... y yo uno de mar. Quizá pueda aliviar tu desgracia, tal como hice con la mía. ¿Somos amigos? —y alargó la mano, aunque no pude tocarla—. Bueno, entonces, compañero... eso bastará. Y ahora, mientras descanso después del ajetreo que acabo de aguantar, cuéntame por qué, joven y galante como pareces, vagas así solo y melancólico por esta playa salvaje.

La voz del enano era chirriante y espantosa, y las contorsiones que realizaba mientras hablaba pavorosas de ver. No obstante, obtuvo cierta influencia sobre mí, una influencia que no pude dominar, y le narré mi historia. Cuando terminé, se rió larga y sonoramente. Las rocas devolvieron el eco del sonido: a mi alrededor parecía aullar el infierno.

—¡Oh, primo de Lucifer! —dijo—. De modo que tú también has caído por tu orgullo y, aunque brillante como el sol de la mañana, estás dispuesto a abandonar tu buen aspecto, tu prometida y tu bienestar antes que someterte a la tiranía del bien. ¡Por mi alma que honro tu elección! Así que has huido y entregado el día, y pretendes morirte de hambre en estas rocas y dejar que las aves te arranquen los ojos, mientras tu enemigo y tu prometida se regocijan en tu ruina. Pienso que tu orgullo es extrañamente afín a la humildad.

Mientras hablaba, mil pensamientos aguijonearon mi corazón.
—¿Qué querías que hiciera? —grité.
—¡Yo! Oh, nada, sino que te arrodilles y digas tus oraciones antes de morir. Pero, si yo estuviera en tu lugar, sé lo que habría que hacer.

Me acerqué a él. Sus poderes sobrenaturales le convertían a mis ojos en un oráculo, pero un escalofrío extraño y fantástico recorrió mi cuerpo cuando dije:

—¡Habla! Enséñame... ¿Qué aconsejas?
—¡Véngate, hombre! ¡Humilla a tus enemigos! ¡Pisa con tu pie el cuello del viejo y posee a su hija!
—¡Me vuelvo al este y al oeste, y no veo ningún medio de conseguirlo! —exclamé—. Si tuviera oro podría lograr mucho; pero, pobre y solo como estoy, me siento inerme.

El enano había permanecido sentado sobre su cofre mientras escuchaba mi historia. En ese momento se levantó, tocó un muelle y el baúl se abrió. ¡Qué fuente de riquezas, de centelleantes joyas, resplandeciendo oro y pálida plata había dentro! Me poseyó un frenético deseo de tener ese tesoro.

—Sin duda —comenté—, alguien tan poderoso como tú podría realizar cualquier cosa.
—No —repuso con humildad el monstruo—. Soy menos omnipotente de lo que parezco. Poseo algunas cosas que tú puedes codiciar, per las entregaría todas por una pequeña parte, incluso un préstamo, de lo que es tuyo.
—Mis posesiones están a tu servicio —dije con amargura—: mi pobreza, mi exilio, mi desgracia... todas te las doy libremente.
—¡Bien! Te lo agradezco. Añade otra cosa a tu regalo, y mi tesoro es tuyo.
—¿Como nada es mi única herencia, ¿qué cosa, aparte de la landa, querrías poseer?
—Tu hermosa cara y tus miembros bien hechos.
Temblé. ¿Me asesinaría este monstruo todopoderoso? Carecía de daga. Me olvidé de rezar... y me puse pálido.
—Pido un préstamo, no un regalo —dijo esa cosa abyecta—; préstame tu cuerpo por tres días... tú tendrás el mío para encerrar tu alma mientras tanto, y, como pago, mi cofre. ¿Qué contestas al trato? Tres cortos días.

Se nos dice que es peligroso mantener tal conversación impía... y bien lo demuestro yo. Escrito con palabras blandas, puede parecer increíble que le prestara alguna atención a esa proposición, pero, a pesar de su fealdad antinatural, había algo fascinante en un ser cuya voz era capaz de gobernar la tierra, el aire y el mar. Sentí un agudo deseo de aceptar, pues con ese cofre podría dominar el mundo. Mi única vacilación provenía del temor de que no cumpliera su parte del trato. Entonces pensé que pronto moriría en estas arenas solitarias y que los miembros que él codiciaba ya nunca más serían míos: valía la pena el riesgo. Además, yo sabía que por todas las reglas del arte de la magia había fórmulas y juramentos que ninguno de sus practicantes se atrevería a romper. Titubeé en mi respuesta; y el continuó, ora exhibiendo sus riquezas, ora mencionando el precio insignificante que exigía, hasta que pareció una locura negarse a ello. Es así como sucede: colocamos la barca en la corriente del río y hacia la catarata se precipita; entregamos nuestro vehículo al salvaje torrente de la pasión y estamos perdidos sin saber dónde vamos.

Pronunció muchos juramentos, y yo le conjuré con muchos nombres sagrados, hasta que vi a esa maravilla de poder, a ese gobernador de elementos, temblar como una hoja de otoño ante mis palabras. Y como si el espíritu hablara a regañadientes y a la fuerza en su interior, al fin él, con voz rota, reveló el hechizo con el que se le podía obligar, si llegaba a traicionarme, a entregarse. Nuestra sangre caliente debía mezclarse para realizar y establecer el encantamiento.

Basta de este impío tema. Me convenció... y el pacto fue sellado. La mañana cayó sobre mí mientras yacía allí tendido en las ripias, y ni siquiera reconocí mi sombra. Me sentí transformado a una forma de horror y maldije mi fácil fe y mi ciega credulidad. El cofre estaba ahí: el oro y las piedras preciosas por los que había vendido el cuerpo de carne que la naturaleza me había dado. Su visión calmó un poco mis emociones: tres días pasarían pronto.

Y pasaron. El enano me había proporcionado abundante comida. Al principio, apenas podía caminar, tan extraños y mal articulados eran mis miembros; y mi voz... era la de un demonio. Pero guardé silencio, y giré mi cara al sol con el fin de no ver mi sombra, y conté las horas y medité en mi conducta futura. Poner a Torella a mis pies y poseer a Juliet a pesar del viejo eran cosas que toda esta riqueza fácilmente podría conseguir. Durante las oscuras noches dormí y soñé con el logro de mis deseos. Dos soles se habían puesto... y el tercero salía. Me encontraba agitado, temeroso. ¡Oh, expectación, qué cosa espantosa eres cuando te aviva más el miedo que la esperanza! Cómo clavas aguijones desconocidos por todo nuestro débil mecanismo, ora quebrándonos como un cristal roto, hasta convertirnos en nada..., ora proporcionándonos nuevas fuerzas que nada pueden hacer, atormentándose con una sensación como la que debe experimentar el hombre fuerte que no puede romper sus cadenas aunque éstas se doblen en sus manos. Despacio subió el disco brillante por el cielo oriental; largo tiempo permaneció en el cenit, y aún más despacio descendió por el oeste: tocó el borde del horizonte... ¡y se perdió! Su gloria se hallaba en la cima del risco y se tornó grisácea. La estrella vespertina brilló deslumbrante. Él llegaría pronto.

¡No vino! ¡Por los cielos vivos, no vino! Y la noche se arrastró cansinamente y, en su sensibilidad, el día comenzó a emblanquecer su oscuro cabello, y el sol volvió a alzarse de nuevo sobre el deforme más desgraciado que jamás viera la luz. Así pasé tres días. ¡Oh, cómo aborrecía las joyas y el oro!

Bueno, bueno... no esombreceré estas paginas con delirios demoníacos. Demasiado terribles fueron los pensamientos y el tumulto furioso que llenaban mi alma. Al final, dormí; no lo había hecho antes del tercer crepúsculo. Y soñé que me encontraba a los pies de Juliet y que ella sonreía, pues aún su hermoso amado se arrodillaba ante ella. Pero no era yo... era él, el demonio mostrándose con mi cuerpo, hablando con mi voz, ganándola con muestras de amor. Me afané por advertirla, pero mi lengua se negó a hablar; me esforcé por arrancarlo de ella, pero me hallaba enraizado en el suelo... desperté con la agonía. Ahí estaban los precipicios solitarios, el mar tumultuoso, la playa tranquila y, encima de todo, el cielo azul. ¿Qué significado tenía? ¿Era mi sueño un espejo de la verdad? ¿Estaba él cortejando y ganándose a mi prometida? Al instante regresaría a Génova... pero me encontraba desterrado. Me reí: el aullido del enano salió de mis labios.

¡Yo desterrado! ¡Oh, no! No habían exiliado los espantosos miembros que llevaba; con ellos podría entrar en mi ciudad natal sin temor a incurrir en el temido castigo de la muerte.

Comencé a caminar en dirección a Génova. Ya me había acostumbrado algo a mis extremidades deformadas. Nadie jamás había estado tan mal adaptado al movimiento recto, y con infinita dificultad conseguí avanzar. También deseaba evitar todos los villorrios que había diseminados por la costa, pues me sentía reacio a exhibir mi horrible fealdad. No estaba muy seguro de que si era visto los niños no me apedrearían hasta matarme por ser un monstruo, y recibí algunos saludos desagradables de los pocos campesinos o pescadores con los que me encontré por casualidad.

Era noche cerrada cuando me aproximé a Génova. El clima era tan tonificante y dulce que se me ocurrió que el marqués y su hija habrían dejado la ciudad, marchándose a su retiro de campo. Había sido en la villa Torella donde había intentado secuestrar a Juliet, y había pasado muchas horas reconociendo el lugar, de modo que conocía cada centímetro de tierra de los alrededores. Se hallaba situada en un paraje hermoso, rodeada de árboles a la orilla de un río. Mientras me acercaba, se hizo evidente que mi conjetura era correcta; no, más aún, que las horas allí se estaban dedicando al júbilo y a la celebración. La casa se veía iluminada y la brisa transportaba melodías de música suave y alegre. Se me hundió el corazón. Tal era la generosa amabilidad del corazón de Torella que tuve la certeza de que no se habría entregado a públicas manifestaciones de gozo justo después de mi lamentable destierro, salvo por una cauda que no me atreví a pensar.

La gente rezumaba alegría. Se hizo necesario que me ocultara para observar. Sin embargo, sentí deseos de interrogar a alguien, o de oír las palabras de otros para obtener cualquier información de lo que ocurría. Por último, entrando en los paseos que se hallaban en proximidad inmediata a la mansión, encontré uno lo suficientemente oscuro para ocultar mi excesiva fealdad, por donde paseaban otras personas mientras yo me ocultaba a su sombra. Pronto descubrí todo lo que quería saber, lo cual hizo que primero mi corazón muriera de horror, y luego hirviera de indignación. Juliet sería entregada mañana al penitente, reformado y amado Guido... ¡Mañana mi prometida pronunciaría sus juramentos a un demonio del infierno! ¡Y yo había permitido que sucediera! Mi maldito orgullo, mi demoníaca violencia y perversa idolatría personal habían provocado esta situación. Pues si hubiera obrado como lo había hecho el deforme que me había robado el cuerpo...; si, con porte humilde y al mismo tiempo digno, me hubiera presentado ante Torella, diciendo que había actuado mal y que me perdonara... «Soy indigno de tu ángel, pero permíteme que la reclame cuando mi conducta cambiada manifieste que renuncio a mis vicios y me esfuerzo por llegar a ser, de algún modo, digno de ella. Iré a servir contra los infieles, y cuando mi celo por la religión y mi verdadera penitencia por el pasado te parezca que cancelen mis delitos, permite que de nuevo me llame hijo tuyo». Así habría hablado; y el penitente habría sido recibido tan bien como el hijo pródigo de las escrituras: para él se habría matado al ternero cebado, y siguiendo todavía el mismo sendero, exhibiría un pesar tan abierto por sus locuras, una concesión tan humilde de todos sus derechos y una resolución tan ardiente por conseguirlos de nuevo mediante una vida de contricción y virtud, que rápidamente habría conquistado al amable anciano, a lo que en rápida sucesión seguirían un perdón completo y la entrega de su adorable hija.

¡Oh! ¡Ojalá un ángel del Paraíso me hubiera inspirado para que actuara así! Pero, ahora, ¿cuál será el destino de la inocente Juliet? ¿Permitirá Dios la horrible unión o, si algún prodigio la destruye, enlazará el deshonrado nombre de Carega con el peor de los crímenes? Iban a ser desposados mañana al amanecer, y sólo había una manera de impedirlo: encontrarme con mi enemigo y obligarle a la ratificación de nuestro acuerdo. Pensaba que sólo se podía conseguir con una lucha mortal. No tenía espada —siempre que mis distorsionados brazos pudieran empuñar el arma de un soldado—, pero sí una daga, y en ella radicaba toda mi esperanza. No había tiempo para meditar la cuestión: podía morir en el intento, pero aparte de los ardientes celos y la desesperación de mi propio corazón, el honor, la simple humanidad, reclamaban que yo cayera antes que no poder destruir las maquinaciones del demonio.

Los invitados se marcharon y las luces comenzaron a extinguirse: era evidente que los habitantes de la villa buscaban el reposo. Me oculté entre los árboles: el jardín quedó desierto, las puertas se cerraron... Salí de mi escondite y llegué hasta una ventana. ¡Ah, bien la conocía! Una suave luz crepuscular brillaba en el cuarto, y las cortinas estaban medio corridas. Era el templo de la inocencia y la belleza. Su magnificencia se hallaba templada por el ligero desorden provocado por estar habitado, y todos los objetos dispersos en la estancia exhibían el gusto de la mujer que lo santificaba con su presencia.

La vi entrar con paso veloz y ligero; la vi acercarse a la ventana y descorrer aún más la cortina y mirar en la noche. La fresca brisa jugó con sus rizos y los apartó del mármol transparente de su frente. Juntó las manos y alzó los ojos al cielo. Oí su voz. «¡Guido! —susurró con suavidad—, ¡mi Guido!». Y entonces, como si viera dominada por la plenitud de su corazón, cayó de rodillas: sus ojos levantados... su actitud negligente pero grácil... la radiante actitud que iluminaba su cara... ¡oh, éstas no son más que palabras blandas!

Corazón mío, siempre has imaginado, aunque no puedes retratarla, la belleza celestial de aquella hija de la luz y el amor.

Oí un paso, un paso rápido y firme a lo largo de la avenida en sombras. Pronto vi a un caballero ricamente ataviado, joven y, creo, hermoso a la vista, avanzando. Me escondí aún más. El joven se aproximó y se detuvo bajo la ventana. Ella se incorporó y, mirando de nuevo al exterior, le vio, y dijo... no puedo, no, pasado tanto tiempo no puedo registrar sus palabras de suave ternura; fueron dirigidas a mí, pero las contestó él.

—No me marcharé —gritó él—. Aquí donde tú has estado, donde tu recuerdo se desliza como un fantasma enviado del Cielo, pasaré las largas horas hasta que nos unamos para que jamás, mi Juliet, en día o noche, nos separemos. Pero tú, amor, retírate; la fría mañana y la fresca brisa harán empalidecer tus mejillas, y llenarán con languidez tus ojos iluminados por el amor. ¡Ah, querida!, sí tan sólo pudiera depositar un beso en ellos, creo que yo también descansaría.

Entonces, se acercó todavía más y pensé que iba a trepar a su cámara. Yo había titubeado para no asustarla, pero en ese momento dejé de ser dueño de mí mismo. Corrí y me arrojé sobre él, apartándolo.

—¡Oh, criatura asquerosa y deforme! —grité.
No necesito repetir los epítetos, todos ellos dirigidos, como daba la impresión, hacia una persona por la que en la actualidad siento cierta parcialidad. Un grito salió de los labios de Juliet. No vi ni oí nada... sólo sentí a mi enemigo, cuya garganta tenía en mi mano, y en la otra la empuñadura de la daga; él se debatió, pero no pudo escapar. Al final, roncamente, jadeó estas palabras:

¡Hazlo! ¡Clávala! ¡Destruye este cuerpo... tú seguirás viviendo, y que tu vida sea larga y feliz!
Estas palabras frenaron la daga que bajaba, y él, sintiendo que mi apretón se relajaba, se liberó y desenfundó la espada, mientras el alboroto en la casa y el volar de antorchas de un cuarto a otro, mostraban que pronto nos iban a separar. ¡Oh, era mejor que yo muriera para que él no sobreviviera! En el remolino de mi frenesí había mucha premeditación: quizá yo debía caer para que él no siguiera vivo, y no me importaba el golpe mortal que yo pudiera asestar contra mí mismo. Él seguía creyendo que yo me había detenido por miedo a la muerte, y mientras advertía la decisión del villano de ganar ventaja de mi vacilación, me arrojé a su espada en el preciso instante en que lanzó su súbita estocada, y al mismo tiempo le clavé la daga en el costado, con una puntería basada en la desesperación.

Caímos juntos, rodando uno encima del otro, y la marca de sangre que fluyó de la herida abierta de cada uno se mezcló en la hierba. Nada más sé... perdí el sentido. De nuevo volví a la vida: débil casi hasta la muerte, me encontré tendido en una cama... Juliet se hallaba arrodillada junto a ella. ¡Extraño! Mi primera petición con voz quebrada fue un espejo. Estaba tan débil y pálido que mi pobre niña titubeó, como luego me dijo; pero, ¡cielos!, me consideré un joven atractivo cuando vi la querida imagen de mis bien conocidas facciones. Confieso que es una debilidad, y la acepto, que siento considerable afecto por el semblante y las extremidades que contemplo siempre que me miro en un espejo; y tengo más en mi casa y los consulto con más frecuencia que cualquier belleza de Venecia. Antes de que me condenéis, permitidme decir que nadie mejor que yo conoce el valor de su propio cuerpo; a nadie, probablemente, excepto a mí mismo, se lo han robado.

Con incoherencia al principio hablé del enano y de sus crímenes, y le reproché a Juliet la admisión demasiado fácil de su amor. Creyó que deliraba, pero transcurrió algún tiempo antes de que pudiera convencerme de que el Guido cuya penitencia la había ganado de nuevo para mí era yo mismo; y mientras maldecía con amargura al enano monstruoso y bendecía el golpe bien dirigido que le había quitado la vida, me contuve súbitamente al oírla decir: «Amén!», sabiendo que aquel al que ella denigraba era mi propia persona. Un poco de reflexión me enseñó a guardar silencio, un poco de práctica me permitió hablar de aquella espantosa noche sin mucho tartamudeo. La herida que me había infligido era seria: pasó tiempo hasta que me recuperé, y mientras el benevolente y generoso Torella se sentaba a mi lado, hablando con la sabiduría que puede hacer que unos amigos se reconcilien, y mi hermosa Juliet revoloteaba cerca de mí, cuidándome y alegrándome con sus sonrisas, prosiguió el trabajo de mi cura corporal y reforma mental.

Ciertamente, jamás recobré del todo mis fuerzas: desde entonces mis mejillas están más pálidas, mi persona un poco encorvada. A veces Juliet se aventura a comentar con amargura la maldad que provocó dicho cambio, pero yo la beso al instante y le digo que ha sido para bien. Soy un marido más cariñoso y leal, lo cual es verdad, y de no ser por aquella herida jamás habría podido hacerla mía. No volví a visitar la playa ni a buscar el tesoro del demonio. Sin embargo, mientras medito en el pasado, a menudo pienso, y mi confesor no se mostró reticente en apoyar la idea, que bien podría haber sido un espíritu benévolo, en vez de uno maligno, enviado por mi ángel de la guarda con el fin de mostrarme la insensatez y la desgracia del orgullo. Al menos, aprendí tan bien esta lección que con tanta dureza se me enseñó que ahora mis amigos y conciudadanos me conocen por el nombre de «Guido il Cortese».





Mary Wollstonecraft Shelley nació en Londres, Inglaterra, en 1797, y murió en 1851, en la misma ciudad

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Mary Wollstonecraft Shelley nació en Londres, Inglaterra, en 1797, y murió en 1851, en la misma ciudad. Narradora,​ dramaturga, ensayista, filósofa y biógrafa británica, emplea las técnicas de varios géneros de novela diferentes, principalmente el que seguía William Godwin (su padre), el estilo de novela histórica de Walter Scott y la novela gótica.  

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