El antropófago (por Pablo Palacio)

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Allí está, en la Penitenciaria, asomando por entre las rejas su cabeza grande y oscilante, el antropófago.

Todos lo conocen. Las gentes caen allí como llovidas por ver al antropófago. Dicen que en estos tiempos es un fenómeno. Le tienen recelo. Van de tres en tres, por lo menos, armados de cuchillas, y cuando divisan su cabeza grande se quedan temblando, estremeciéndose al sentir el imaginario mordisco que les hace poner carne de gallina. Después le van teniendo confianza; los más valientes han llegado hasta provocarle, introduciendo por un instante un dedo tembloroso por entre los hierros. Así repetidas veces como se hace con las aves enjauladas que dan picotazos.

Pero el antropófago se está quieto, mirando con sus ojos vacíos.

Algunos creen que se ha vuelto un perfecto idiota; que aquello fue sólo un momento de locura.

Pero no les oiga; tenga mucho cuidado frente al antropófago: estará esperando un momento oportuno para saltar contra un curioso y arrebatarle la nariz de una sola dentellada.

Medite Ud. en la figura que haría si el antropófago se almorzara su nariz.

¡Ya lo veo con su aspecto de calavera!

¡Ya lo veo con su miserable cara de lázaro, de sifilítico o de canceroso! ¡Con el unguis asomando por entre la mucosa amoratada! ¡Con los pliegues de la boca hondos, cerrados como un ángulo!

Va Ud. a dar un magnífico espectáculo.

Vea que hasta los mismos carceleros, hombres siniestros, le tienen miedo.

La comida se la arrojan desde lejos.

El antropófago se inclina, husmea, escoge la carne —que se la dan cruda—, y la masca sabrosamente, lleno de placer, mientras la sanguaza le chorrea por los labios.

Al principio le prescribieron dieta: legumbres y nada más que legumbres; pero había sido de ver la gresca armada. Los vigilantes creyeron que iba a romper los hierros y comérselos a toditos. ¡Y se lo merecían los muy crueles! ¡Ponérseles en la cabeza el martirizar de tal manera a un hombre habituado a servirse de viandas sabrosas! No, esto no le cabe a nadie. Carne habían de darle, sin remedio, y cruda.

¿No ha comido usted alguna vez carne cruda? ¿Por qué no ensaya?

Pero no, que pudiera habituarse, y esto no estaría bien. No estaría bien porque los periódicos, cuando usted menos lo piense, le van a llamar fiera, y no teniendo nada de fiera, molesta.

No comprenderían los pobres que el suyo sería un placer como cualquier otro; como comer la fruta en el mismo árbol, alargando los labios y mordiendo hasta que la miel corra por la barba.

Pero ¡qué cosas! No creáis en la sinceridad de mis disquisiciones. No quiero que nadie se forme de mí un mal concepto; de mí, una persona tan inofensiva.

Lo del antropófago sí es cierto, inevitablemente cierto.

El lunes último estuvimos a verlo los estudiantes de Criminología.

Lo tienen encerrado en una jaula como de guardar fieras.

¡Y qué cara de tipo! Bien me lo he dicho siempre: no hay como los pícaros para disfrazar lo que son.

Los estudiantes reíamos de buena gana y nos acercamos mucho para mirarlo.

Creo que ni yo ni ellos lo olvidaremos Estábamos admirados, y ¡cómo gozábamos al mismo tiempo de su aspecto casi infantil y del fracaso completo de las doctrinas de nuestro profesor!

—Véanlo, véanlo como parece un niño —dijo uno.

—Sí, un niño visto con una lente.

—Ha de tener las piernas llenas de roscas.

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