El Loco y La Flor

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EL LOCO Y LA FLOR

El Loco caminaba por el desierto. Caminaba con el paso decidido, mientras el sol le quemaba la calva y el pecho. Al loco ciertamente hace tiempo no le interesaba esto, era igual todos los días. El loco había sido alto, y cuerdo también, el Sol y el tiempo lo encorvaron y le quitaron la cordura ¿O fue algo más? Eso no se sabe, ni él lo sabe. Ahora El Loco caminaba encorvado como un gancho. Solo mira al piso, mientras camina sobre el inevitable paso de los años, no se sabe cuántos años tiene El Loco. El Loco es tan viejo y tan fuerte como el desierto por el que camina. El Loco es flaco, tan flaco como un árbol sin hojas, tan flaco como un perro sin dueño. Su piel esta tan bronceada como la piel del desierto por el que camina, ambos se conocen muy bien, tan bien como conocen al Rey Sol. El Rey Sol no permite vivir a nadie. A nadie aparte del loco y su buen amigo el desierto.
Cierto día, El Loco vio a lo lejos una mancha sobre su amigo el desierto, una mancha húmeda en el medio de la nada. El Loco vio la mancha ¿O la mancha lo vio a él? El Loco no paraba de ver la mancha, sin acercarse ni alejarse, quieto allí mirando a los lados. Luego volvía a ver la mancha, miraba a los lados y se señalaba pensando "¿Quién? ¿Yo?" Como si la mancha le hablara, como si lo mirara, como si lo sintiera, como si lo buscara. A él nunca le habían hablado, él nunca había hablado, nunca lo habían mirado, nunca lo habían sentido, y por supuesto, jamás lo habían buscado. Nadie, ni el sol, ni la luna a quien casi no veía, ni el desierto a quien siempre estaba mirando, y que era todo lo que El Loco conocía.

Lo pensó, camino y pensó como nunca había pensado. Pensó sentado, pensó parado, pensó acostado y pensó hasta creer que lo había soñado. Pensó atentamente, tan atentamente que sudó, tan atentamente que se paró derecho y volvió a ser alto, y su piel se estiro. Pensó hasta que se decidió y camino. Camino con su paso decidido y valiente, camino hasta que estuvo frente a frente. A medida que caminaba la mancha se hacía más, y más, y más, y más pequeña.

Dentro de la mancha había una cosa extraña. Una roca con forma de sapo. Sobre la roca había una flor. Una orquídea morada, con sus delgadas y delicadas raíces alrededor de la cabeza del sapo. El Loco hizo una reverencia a la flor. La flor parecía una reina, una reina como El Sol, como la luna o como el desierto, pero más pequeña. Debajo del sapo que cargaba a la flor había un pequeño pantano. En contraste, el pantano y el sapo eran el reino de la flor. Esa hermosa flor, la más hermosa de todo el desierto. La única.

El Loco no sabía que era nada de eso, pero a partir de aquel día su vida ya no sería la misma, eso sí lo sabía. Ese día El Loco se quedó con la flor hasta que llego la luna. La espero para que conociera a su majestad, La Orquídea, reina del pequeño pantano, única en el gran desierto. El Loco apenas recordaba la luna. Solo la había visto el día que despidió al Sol para esperar a la noche y supo que era la luna.

Paso esa noche y mil noches más como esa. Fueron noches diferentes, especiales, observando a la luna, escuchando el susurro del frio silencio del desierto. Con la única compañía de la morada flor. A la flor le canto, a pesar de no saber cantar, a la flor le bailo, a pesar de no saber bailar, y también actuó para ella. Mil y un historias de guerras, de romance y de esperanza, una hermosa esperanza para para la flor y él. Y al final, en una gran demostración de la actitud de su único amigo el gran Rey Sol.

Pasaron las horas y los segundos, el día y la noche y así, el tiempo se hizo eterno en su compañía. El Loco no lo sabía pero se había enamorado de su flor, su flor no le cantaba, su flor no le bailaba, ni tampoco le actuaba, solo estaba allí y él solo la amaba.

Un día el loco se sintió curioso, ansioso y soñador. Quiso sentir a su flor, quiso tocarla y volvió a pensar, lo pensó una y mil veces más, como la primera vez, pensó hasta que se decidió y la toco. La flor fue suave y delicada. Eso lo lleno de una ternura sublime. Pudo sentir cara fibra de su delicado pétalo, pudo sentir algo totalmente diferente al duro suelo de su amigo el desierto, eso lo cautivo por completo. El loco solo quería acariciar a la flor una y otra y otra vez sin parar. De tanto que toco a la flor la luna se sintió celosa, pues ni la brisa, ni el desierto, ni El Loco la habían tocado jamás así. El Sol se llenó de rabia y calentó con más fuerza, el desierto se secó de tristeza, pues El Loco ya no lo caminaba. Solo permanecía allí, sentado cerca de su flor. El tiempo se hizo cargo y comenzó a marchitar a aquella hermosa flor. Al Loco nada de esto le importo, nunca se dio cuenta pues, el solo pensaba en nuevas formas de tocar a su hermosa flor, de cantarle o actuarle a su hermosa flor.

Poco a poco las raíces de la flor fueron liberando la cabeza del sapo, los pétalos fueron perdiendo su color, y fue dejando de ser esa mota morada que manchaba la inmensidad del desierto. El Loco lo notaba y su ansia aumentaba. Su tristeza fue aún mayor cuando su flor dejo caer su primer pétalo. Lleno de desesperación El Loco pidió ayuda al gran Rey Sol, y este lo ignoro, dejando caer la noche antes de tiempo. La luna se arropo en nubes para que El Loco no la viera, y el desierto estaba tan seco que se volvía una inmensa roca. El Loco, desesperado de tristeza, veía día a día como su flor iba marchitándose lentamente, a medida que esto sucedía, su dolor crecía.

El Loco, entre lágrimas corrió, corrió hasta no encontrar más aliento sobre la tierra. Corrió hasta perder el tiempo en la inmensidad del cielo. Lleno de desesperación, había olvidado la vida que había antes de esos días. Bien fuera de día, o bien fuera de noche el loco no encontraba consuelo en ningún pensamiento, y ningún pensamiento encontraba un rincón donde su flor no se hallara. Perdido en su tristeza el loco regreso, tomo a la flor entre sus manos, sus resecos pétalos ya no brindaban el placer de la suavidad, y la vida de su color, se iba haciendo distante ceniza, llevándose deprisa su risa, a pedacitos entre la brisa.

Sentado en el piso de la gran cueva, El Loco recordaba a su ahora marchita flor. Recordaba sus morados y suaves pétalos, su color, que en cada perfecto contraste ocupo su imaginación, alimentándole de recuerdos y sueños hasta alucinar. En sueños sentía su dulce delicadeza y sus finas raíces, arraigadas a la vida sobre la cabeza de aquel sapo de jade, que fue, tanto su trono de vida, como su lecho de muerte.

Perdido en la alegría del pasado, podía huir de las lágrimas que inundaban su triste alma en el presente. Viviendo así, alejado de su miseria y penosa amargura, de su culpa y su remordimiento, que endurecían como el cemento. Cuando su memoria se comenzó a marchitar, el loco sufría arranques de ira e impotencia, impotencia por no poder encontrar sus colores en el atardecer, porque para poder tenerla cerca debía cerrar los ojos, solo la tenía si la soñaba. Su alma no la quería para soñarla a ella, si no para soñar junto a ella. Y fue así como una mañana pensó en pintarla en su cueva. Con barro y lágrimas de amor, en una pared de la profunda gruta, día tras día, soñaba para tenerla, y tras despedirla, agregaba algún detalle a su gran obra. Daba vida poco a poco, haciendo imagen y semejanza de su musa sobre la el rígido lienzo. Finalmente, en el momento que no considero necesario algún otro detalle, en ese momento que podía sentir la vida de su flor observándolo desde la piedra. Con fuerza, con amor, con el amor que él había sacado de la dura roca en que se habían convertido sus sentimientos, para dejarlos sobre la roca de sus aposentos.

Fue tal, el esfuerzo de ir y venir. De partir y volver del mundo del sueño y la fantasía, al cruel camino de la realidad, siempre tan perpetua de agonía, que El Loco sucumbió en un súbito y profundo sueño. Soñando, fue trasladado por su mente a los confines de otro mundo. Durmió tan profundamente, que perdió el sentido de su propia mente, y lentamente fue sintiendo el calor de su perfume, la suavidad de sus pétalos lo invitaban a una profundidad aun mayor, una donde ella ya no se marcharía jamás. Una, donde solo serían ellos dos uno, solos en la eternidad del amor.

El Loco despertó, y al mirar la pared de la cueva, no había flor, no había pintura, no existía ya nada. Todo el dolor, todo el sentimiento de culpa y toda la pena habían limpiado no solo su error, si no que en cambio, él había logrado lo imposible.

Su flor ahora era real. Su flor ahora no era como cualquier otra, pero solo era eso, una flor. Una flor que simplemente continuaba a su lado, como lo estaba el desierto, como lo estaba la luna, o el gran Rey Sol. Ella lo amaba ahora con la misma intensidad que él a ella, pues, ambos poseían ahora dentro de sí una parte el uno del otro.

Desde aquel día el loco nunca volvió a estar solo de nuevo.

Podemos sentir que se nos acaba el mundo, cuando creemos perder a alguien más. No somos conscientes de que podemos sentir, que estamos completos, podemos sentir que nunca más volveremos a enfrentar al dolor, y entregarnos a la paz que nos pueda brindar otro ser. Sin saber, que no hay nada más alejado de la realidad que esa paz.
La paz real reside dentro de nosotros mismos, es esa que encontramos cuando no hay más donde buscar. Es cuando finalmente decidimos buscarla donde siempre estuvo.

Muy dentro de nosotros.

FIN

El Loco y La FlorWhere stories live. Discover now