PREFACIO

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Dione gruñó.

Se pasó una mano por el pelo y el rápido recogido que se había hecho hace tan solo unos minutos se deshizo con facilidad. El cabello dorado le cayó sobre el rostro, una cascada de oro fundido que le dificultó la vista. Se arrellanó en su asiento y jugueteó con la pluma que sostenía entre los dedos, agotada.

Sus aposentos eran oscuros. Demasiado, tal vez. Siempre lo había pensado —desde la primera vez que los vio, hace años— pero nunca había tenido el tiempo suficiente para ordenar remodelarlos a su gusto. La luz casi no entraba por el balcón, y la única ventana que tenía el austero cuarto daba al Pico Hund, la montaña más alta de Gonhae, una extensa elevación de roca y tierra que atraía en masa a la niebla y a las nubes bajas, creando una cortina de humo blanco que ocultaba su cima. Dione hizo una mueca. Le daba igual. Le daba igual que no fuera la habitación digna de una reina, le daba igual que no entrara el sol.

Tenía cosas más importantes que hacer.

Se estiró sobre la silla. Sus alas blancas la envolvieron, arropándola suavemente con sus plumas, alejándola del gélido frío de invierno. Centró la mirada en el libro que descansaba sobre el escritorio frente a ella, en las viejas palabras que recorrían las páginas.

Había tardado un año en encontrarlo. Sus kanyyus más leales habían recorrido toda la isla de Iannika en busca del mágico Libro del Poder, una leyenda en la que pocos creían. Se trataba de un único cuaderno que guardaba los secretos de la vida: daba el poder de matar y revivir con solo pronunciar unas pocas palabras, permitía parar el tiempo y cambiar el pasado, y aunque muchos habían oído hablar de su historia, casi nadie confiaba en que fuera cierta. Tachaban al libro de mítico, un mero cuento para niños.

Y ahora Dione lo tenía en sus manos.

Se levantó de su sitio y cogió el Libro del Poder. Pasó las hojas hasta encontrar la página que quería, y deslizó un dedo por los antiguos garabatos.

Solo le quedaban dos cosas de la lista, y sabía dónde encontrar ambas.

Guardó el libro en su escritorio bajo llave. Volvió a recogerse el pelo en lo alto de la cabeza y salió con paso decidido de su habitación.

Para poseer una tendría que esperar. Para la otra no.

Al fin y al cabo, era su propio sobrino.

Dobló la esquina del pasillo y se internó en la zona oeste del castillo. Era una noche oscura, helada. El viento arremetía contra las paredes de piedra de la fortificación, intentando, sin éxito, derribarla. Dione se arrebujó bajo su traje de piel. Aunque llevaba toda su vida viviendo en aquellas bajas temperaturas y extremos climas congelados, el tiempo que había pasado en Snada había hecho mella en ella, haciéndole olvidar el verdadero frío de su hogar.

Apretó los puños.

Por supuesto que sabía qué había ocurrido en el reino humano después de la batalla contra los oscuros, del Surgimiento, como algunos lo llamaban. Todos lo sabían. Tras la muerte del rey Tyto, los Sabios humanos habían elegido a su único hijo para que les condujera. El príncipe Skairson rechazó el trono varias veces, pero Arcadia, la princesa oscura, consiguió convencerle de que lo aceptara. Se casaron y ahora ambos gobernaban Snada, una alianza interracial entre humanos y oscuros, un puente entre dos pueblos que siempre habían estado enemistados. Dione apretó los dientes con fuerza, hizo chascarlos en el silencio del pasillo. Ella podría estar ahora allí. Si no hubiera ocurrido nada, si la hubieran matado a tiempo, si hubiese sido ella misma la encargada de clavar la daga de hierro en su corazón en d'Orson, esa sucia oscura no le hubiera quitado el trono de Snada.

La furia nació dentro de Dione, conocida, conmovedora, tranquilizante. La kanyyu permitió que la embargara, que la controlara durante unos segundos.

Brillante Bahía {LS#2}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora