Las Moscas

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Las circunstancias acaso fueron más sencillas, quizá el horror magnificó ciertos hechos o deformó algunas percepciones, pero aún hoy tengo la incertidumbre de no saber cuándo fue la última vez que dejé a Boris con vida. Mis declaraciones no ayudaron en ningún modo a esclarecer los hechos acerca de la ruina de la mansión Ablack a manos de una turba encolerizada, o más bien temerosa, de los sucesos que allí se tramaron. He viajado mucho desde entonces, sin lograr que el olvido riegue su sombra sobre aquellas imágenes; ya se han hecho parte de mí, y, por extraño que parezca, encuentro una morbosa tranquilidad cuando relato lo ocurrido a quien esté dispuesto a escucharme

Aún recuerdo la sorpresiva llamada, en medio de una tarde rutinaria, reclamando mi presencia en la mansión Ablack. Tenía años sin escuchar ese apellido, un lazo dudoso unía a mi familia con él, y un hecho lamentable apelaba por reunirnos en aquella ocasión; la voz al otro lado del auricular me informaba que la esposa de Boris, Leonela Zambrano, agonizaba de una extraña enfermedad. Era una solicitud difícil de rechazar, desde pequeños nuestras familias trataron de fomentar (tal vez forzar) amistad entre Boris, último descendiente de su linaje, y yo, aunque, por diversos motivos los cuales prefiero omitir, teníamos muchos años sin vernos, precisamente desde la fecha de sus nupcias.

Realicé un largo viaje antes de encontrarme frente a la mansión, propiedad en sí muy aislada, un pequeño pueblo a pocos kilómetros, Providencia, era su único contacto con el resto del mundo. Fue construida por el bisabuelo de Boris cuando emigró de Europa. Nadie sabe a ciencia cierta porqué vino a vivir a América; menos, por qué eligió Venezuela en específico (Algunos aventuraron la hipótesis de una huida del Tercer Reich; otros, el de un propio pasado Nazi).

Eran cerca de las diez cuando llegué al lugar. Una vez frente a la edificación me resultó irreconocible, pese a la antigüedad, la mansión siempre había conservado un óptimo estado; ahora tenía ante mí un ruinoso edificio de madera lleno de moho y hiedra, rodeado de árboles de troncos secos y ennegrecidos. De no ser por las tenues luces provenientes del interior y de los automóviles estacionados alrededor, no hubiese inferido la presencia de ninguna persona dentro de la casa.

Un frío impropio de esas tierras recorrió mi espalda en el trayecto desde el vehículo a la entrada del hogar. Mientras caminaba divisé por sobre uno de los árboles una hoja, la única sobreviviente a mi parecer, desprendiéndose en el preciso instante que la contemplaba. Confieso padecer los temores de la superstición, por tanto ver cómo se desprendía el último signo de vida de aquel lugar no me presagiaba buenas noticias. Cuando Jacinto, el antiguo criado de la familia, abrió la puerta y no sonrió al verme, confirmé el mal augurio: había llegado tarde. Leonela –me dijo Jacinto– había muerto hacía menos de una hora en presencia de su esposo, su médico y una criada.

En el interior la atmósfera era incluso más deprimente, pasé a un salón con unos pocos dolientes, casi todos familia de Leonela. Esa misma noche supe por boca de uno de ellos, tendría lugar el sepelio. El hecho de no conocer a ninguna de los presentes hizo mi situación bastante incómoda, no tuve otra opción sino ofrecer el mismo silencio que ellos me brindaban.

No pasó mucho tiempo cuando bajaron el ataúd, detrás iba Boris con las mejillas recorridas por el llanto. No me atreví a abordarlo en ese momento, preferí esperar el protocolo de recibir los pésames. Cuando me uní a las personas congregadas alrededor del sarcófago me dominó el pavor, diez años atrás Boris me había presentado a una joven cuyos ángulos y contornos de sus rasgos se delineaban con suma suavidad; la mujer que contemplaba en esos momentos, cuyos ojos parecían cerrados por tan sólo un sueño, me pareció aún más joven.

Pocas horas después el número de personas disminuía, pese a no haber hablado ni presentado las condolencias, no quise ser el último en partir. Una vez cerca de la puerta, Jacinto me detuvo, su patrón –me informó– había dispuesto una habitación para mí; cuando recibí la llamada mencionaban ese detalle, pero, en honor a la verdad, había preferido olvidarlo. Me condujo a un dormitorio y a los minutos algunos criados trajeron mis pertenencias del auto. Durante el transcurso de la madrugada llevarían el ataúd al mausoleo familiar (ello me inquietaba, pues podía ver la edificación desde la ventana de mi habitación).

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