Era una tarde de 1888 y una tempestad heladora se presentó sobre Nueva York. Un manto blanco cubría todos los alrededores de Cordts Mansion. La dueña de dicha mansión se situaba leyendo su libro favorito frente a la chimenea cuando escuchó un escalofriante grito. Bajó corriendo y se detuvo al hallar un rastro de maldad rojizo que llevaba al cuarto de invitados. La criada había sido asesinada de la peor manera posible, pero ellas dos eran las únicas en la mansión. Tampoco había manera de entrar o salir sin que suenen las campanas de la puerta principal. La joven se dedicó a pensar el cómo, quién cuándo y sobretodo el por qué. Todas las teorías que le surgían llevaban a la misma conclusión, el culpable seguía en la mansión. El terror invadió sus ojos al relacionar el crimen con hechos anteriores. La difunta criada no era el objetivo, sino era ella.