El día fue largo pero, finalmente, el sol desapareció en el horizonte indicándole que pronto podría salir de allí.
Hubo un tiempo, años atrás, en el que el pastor Miller habría disfrutado quedarse todo el tiempo posible bajo ese techo, al que consideraba un hogar en ese entonces. Pero las cosas cambiaban.
Caminar entre aquellos bancos todos los días y pararse detrás del púlpito con una Biblia abierta sobre su superficie, guiando a fervientes creyentes en Jesús; todo ello terminó por volverse un simple trabajo, una rutina y nada más.
Dejó de contemplar el exterior desde el ventanal y dio media vuelta para observar el interior de la iglesia, con una sonrisa amarga pintarrajeada en el rostro.
Él mismo no podría explicar cómo terminó así: frío e indiferente. Ninguno de los que asistían a la iglesia lo había notado, o tal vez sí, pero eso lo traía sin cuidado. En lo profundo, deseaba que lo descubrieran y lo echaran del puesto, y así librarse de aquella carga.
Mentalmente, se refugiaba en las explicaciones por excelencia: que nunca había visto a Dios y que nunca escuchó su voz. Además de las acusaciones sin respuesta: por qué permitía que murieran inocentes y por qué rodearse de tanto misterio si quería una relación. Pensar en ello lo ayudaba a estar relativamente cómodo consigo mismo con el pasar de los días, pero no era suficiente.
Diluía los reproches de su conciencia con esas dosis de lo que llamaban «sentido común», pero no eran suficientes para acallarlos por completo. En lo más profundo no podía negar la existencia de Dios, pero aquella existencia conllevaba la necesidad de amarlo y obedecerlo para sentirse completo y ser salvo, y eso era lo difícil.
No lo había visto ni oído, pero lo había «sentido». Eso era suficiente para él, pero con el tiempo esas ocasiones se fueron haciendo menos frecuentes al ser taladrado una y otra vez por la realidad inmediata, trayendo dudas y una creciente insatisfacción que lo fueron templando hasta el punto de resignarse.
Los miembros de la iglesia no lo sabían, pero había una de ellos a la que no podía ocultárselo tan fácilmente: su esposa.
Ella nunca lo había confrontado como para que pudiera afirmar que lo sabía, pero cada vez más y más, noche tras noche cuando aparentaba estar dormido, oía su nombre siendo susurrado en oración.
Deseaba creer y confiar ciegamente, y agradecía que su esposa orara por él, pero necesitaba algo más fuerte que eso. Necesitaba una prueba definitiva, o un recordatorio ineludible de que había un Dios ahí, a su lado, y que lo amaba y se preocupaba por él como afirmaba hacerlo.
—Dios —susurró en un impulso—, muéstrate si eres quien dices ser.
Permaneció quieto y en silencio, conteniendo el aliento, pero nada ocurrió. El viento pululaba fuera del templo, anunciando que el invierno era inminente; nada más se oía.
Finalmente, dejó escapar el aire de sus pulmones con un suspiro y se dispuso a irse. Se dirigió hacia su oficina, a un costado de la zona elevada en la que se encontraba el púlpito, y en ese momento fue que escuchó que una hoja de la puerta de la iglesia se abría con un chirrido, arrancándole un escalofrío que le recorrió toda la espalda.
Se volvió hacia allí, en contrapunto con una voz que decía: «¿Hola?»
●*●*●
«Pidan, y se les dará;
busquen, y encontrarán;
llamen, y se les abrirá.»Mateo 7:7
ESTÁS LEYENDO
Carne ni sangre
Espiritual«La oscuridad te impide ver, y te ahogan las aguas torrenciales».