Ya había perdido de cuánto tiempo habíamos estado en el mar; entre el sol apretando con su luz, azotando, desgastando mi piel, y mis entrañas reclamando por un hambre que yo sé que no se iba a satisfacer pronto, mi mente perdió hace mucho atrás la capacidad de notar la diferencia entre un día y otro.
Cuando solo ves azul tocando azul en el horizonte, todo espacio parece el mismo, y todo instante también.
Durante mucho tiempo, sobre tantos otros que realizaron este viaje antes que yo, pensé, "¿Acaso esas personas no poseen una onza alguna de dignidad en sus cuerpos?", "¿Realmente no tienes auto-respeto como para poder arriesgar tu vida para que autoridades de otra nación te vean como un indeseable, y sus habitantes, como un invasor por el gran pecado de pisar su tierra?"
Pero, conforme la crisis se agravó en mi nación, pronto descubrí que esas ideas eran, en la balanza, muy superfluas.
Después de todo, se siente bien la dignidad, pero no puedes comerla; lo único que puedes tragar es la dureza de tus palabras, que seguía palideciendo ante la dificultad de nuestra situación.
Nadie quería mencionarlo, en parte porque en todos sus rostros veía que ni siquiera tenían energías para argumentar, pero en el fondo sabía, y sé que ellos también, que la esperanza de ver tierra había partido y nos dejó muy atrás en el camino.
Y sin embargo, hasta en el fondo del barril, podías distinguir clases; yo por lo menos si me arriesgaba, el peligro se limitaba a mí persona. ¿Qué importaba yo, otro cuerpo solitario, desgastado por el viento salino, comparado con quién sentía a mi lado, apoyada en mis hombros: una mujer, cubierta de la cabeza, con un niño en sus manos.
No puedo imaginarlo; el que no sólo tengas tu propia vida entre manos, si no la de alguien más: un pequeño ser, una diminuta alma que quizá todavía no sabe el por qué está aquí.
En una ocasión, cuando montaba mi bicicleta, me arroyó un automóvil; no fue su culpa. En retrospectiva, fui yo quién debió poner atención, y sin duda usar casco, algo que me protegiera era algo que debí haber hecho, sin importar lo idiota que decían mis amigos que me veía.
No me hice daño de gravedad; me rompí la mano izquierda, vaya que dolía, pero si pudiera cambiar ahora de lugar con ese niño con el adulto que se encuentra perdido en medio de aguas que parecieran ser infinitas, oh, creo que podría resistir ese malestar.
Mis padres me dieron la regañada de mi vida; mas mi madre, gritando, en lágrimas. Me decían que cómo podía ser tan imprudente, incluso me golpeó un par de veces en la cabeza y en la espalda. Mi padre no estaba complacido por la acción, pero en su mirada habitaba alivio. Días después, él vendría y se disculparía por ser tan duro, que era la idea de perderme lo que los puso así. No lo entendería hasta años más tarde.
Cómo los echo de menos, pero echo de menos tanto que mi mente no puede procesarlo todo; es, casi como el tener tantos problemas, el ver caer tanto, te da la calma de saber que realmente no puedes tomar acción alguna.
También me contó que el orden natural es que los hijos entierren a los padres; los hijos, agregó, parecen resistir más ese dolor: claro que lo sienten, y por supuesto que llanto es derramado. Pero por cada lágrima que sueltan, los otros desbordan más. Es el fin de tu vida en la vida de otro, me explicó.
Jamás quisiera sentir eso; claro que tengo miedo de morir, y más me hago a la idea de ello al voltear a un astro Rey que no me da tregua. Pero, ¿a quién daño con esto? Mi familia... bueno, de lo poco positivo que hay de una situación así, es pensar que pronto los veré de nuevo.
Pero esa mujer... su familia estaba en sus brazos. Toda la que se podía ver, al menos.
Por eso, me dolió tener que hablarle.
—¿Edad? —pregunté, todavía sin saber cómo abordar el tema.
—¿Perdón? —me contestó.
—La edad del niño.
—Oh —miró por un instante al pequeño bulto de telas en que se encontraba el bebé—, tiene, apenas un año.
—¿Sería demasiado indiscreto...?
—¿Preguntar por el padre?
Tomé aliento, y asentí con lentitud.
—¿Lo sería?
La mujer bajó su mirada todavía más de lo que ya se encontraba, y se aferró con mayor fuerza al bebé; se tomó algunos segundos en dar su replica. Hubo un par de ocasiones en que noté "falsos inicios", dónde pude ver los músculos de sus labios querer moverse, listos para explicar y responder.
Por otro lado, lo que llevaba adentro, se lo impedía; quería retractar mi pregunta, igual, ¿qué diferencia hacía?
Entonces, habló:
—Él no pudo seguirnos —contestó, con su cabeza temblando—, pero... gracias a él, estamos aquí.
No era un gran consuelo, pues quizá, no tardaría mucho tiempo en sufrir la mayor de todas las perdidas; ya se fue todo lo que poseíamos, desde el poco dinero en nuestros bolsillos, hasta nuestra esperanza en un mañana mejor: el respirar, el latir, el sentir, el ver, era todo con lo que contábamos.
También me percaté de varias personas inmóviles; no quería todavía aceptarlo, pero pensé que de su sueño, ya no despertarían otra vez.
Y sin embargo, seguía al menos siendo un intento; si íbamos a morir, al menos dar un salto más: la tumba de las aguas era preferible al ver nuestros cuerpos pulverizados por la guerra.
Con tal resignación, sentía, después de mucho tiempo, dignidad: decir que era una onza sería muy generoso: eran migajas, restos de lo que alguna vez fue, pero algo sigue siendo más que nada.
Y en todo caso, tal dignidad no fue dirigida hacía mi persona, sino hacía esa mujer, y su bebé.
—Usted sigue viva, señora —le dije—, agradezca eso, pues muchos no lo lograron.
—Lo hago; con todo mi ser.
—Pero... ese niño, lloraba mucho.
—¿Y...? —me dijo, casi con indignación, pero también con la voz salpicada en miedo.
—Dele dignidad.
—¡No! —me gritó. De nuevo, "grito" sería un término muy liberal. Pero comparado con el silencio y los ocasionales susurros del resto de la balsa, cualquier alza en la voz podía calificarse así.
Hacía mucho calor; lo que sobrevivía en esos mantos, no lo iba a hacer por mucho tiempo.
—No la forzaré, señora —acerqué mi rostro—, nadie puede: sólo usted. En el mar, con alguna dignidad descansará.
Y entró en llanto; no rompió en él, pues, ¿qué energías restaban para un lujo así? Abrazo por última vez aquel niño, lo arrulló, y le susurró una canción.
Miró al cielo, y le dio dignidad. Un mar de ella.
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A Su Merced
Short StoryEn el agua mi destino está sellado, pero era una apuesta: todo o nada. Jugué, y perdí. Perdimos.