La primera vez que lo vi fue mientras daba un paseo con mi perro en el descampado que hay detrás de mi casa. La primavera tardía hacía contrastar el débil calor del sol con la frescura del aire, haciendo que tuviera calor con el abrigo y frío sin él.
El descampado consistía en un gran terreno irregular poblado de hierbas altas, entre las cuales, si mirabas detenidamente, se podía encontrar alguna amapola solitaria, despertada con los primeros rayos del sol. Por lo demás, las colinas estaban cubiertas por basura; desde colchones y cristales hasta juguetes abandonados que hacían que un escalofrío subiera por tu espalda al verlos. En la esquina más alejada de los edificios adyacentes, uno de los cuales era el mío, se situaba un pueblo de chabolas, un mundo que parecía estar aparte de la realidad. Las interminables filas de casas bajas construidas con trozos de lona y alguna que otra tabla de madera eran un milagro arquitectónico, ya que parecían a punto de salir volando con cada ráfaga de viento. Sus habitantes casi nunca se dejaban ver.
En un conjunto, formaba un paisaje precioso. Un equilibrado reflejo de la realidad.
Al bajar la vista tras admirarlo por enésima vez, me di cuenta de que mi perro ya no estaba a mi lado, sino que se dirigía al su versión patosa del galope tendido hacia las chabolas, haciendo caso omiso a mis gritos.
Cuando lo vi desaparecer entre ellas, quedé paralizada sin saber qué hacer. Después, pensé que seguramente me había quedado sin perro. Después, eché a correr detrás suya.