Una narración sobre la Locura

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A lo largo de toda mi vida me ha acompañado un gusto morboso por las noticias de asesinatos y la descripción de diversos tipos de muerte, encontrando particular afinidad en la lectura de prensa amarillista y la sección de los "crímenes más sonados" de cierta revista dominical. De niño siempre fui solitario, algo retraído, quien disfrutaba de torturar animales en el patio de su casa y encerrarse en su cuarto a leer narraciones espeluznantes. En mi imaginación acostumbraba a recrearme infligiendo daño a personas poco gratas, e inclusive a quienes no me resultaban tan desagradables. Uno de los momentos que más disfrutaba era cuando mi padre me sentaba en su regazo para zurrarme, no porque me deleitaran los golpes, sino porque esos momentos me permitían alimentar mi rencor y prometer un destino trágico a quien me azotaba. En la adolescencia fui aún más ensimismado, solía quedarme absorto en elucubraciones macabras; mas era poco violento, por no decir cobarde, no recuerdo haber hecho daño alguno a ser humano; sin embargo, era mi ideal satisfacer algún día mis ansias criminales y evitar, en lo posible, el pagar algún tipo de condena por ello. Las pocas veces que compartí mis gustos, pensamientos o ideas me hicieron merecedor del mote de loco, pero este sobrenombre no me ofendía en lo absoluto; ¿acaso era yo el único quien encontraba placer en nutrirme de la perversidad humana? No, pues bien sabía yo que la crueldad, la pasividad ante la crueldad y la contemplación gozosa de la crueldad eran propios de mi especie. La única diferencia era la sinceridad hacia conmigo y el admitir mi agrado por esos temas. Por otro lado ¿no es acaso la locura una condición humana?

Sólo cuando alcancé la adultez, en especial cuando comencé una carrera, encontré particular gusto por lo gregario, ello me llevó al poco tiempo a conocer a una mujer con la cual decidí casarme y formar familia. Margot era su nombre, me atrajeron sus ojos y cabellos ambos castaños y la sonrisa infantil que iluminaba su semblante, compartíamos ciertos gustos y teníamos en común algunos aspectos de carácter. La casualidad obró y varias veces nos encontráramos en la biblioteca de la universidad, hubo una pequeña aproximación de mi parte, luego conversamos más a menudo y al poco tiempo empezamos a salir, que si el café de los martes, el cine de los jueves... un año después, al terminar nuestras respectivas carreras, nos comprometimos.

En ese momento cuando miraba hacia atrás y evaluaba mi forma de ser en la niñez y en la juventud, veía todo aquello como una etapa ya lejana; si bien conservaba cierto gusto por lo tenebroso, no pasaba de un buen libro o una mala película. No obstante, el tiempo y la vida marital iban a mostrarme mi error y que aquello que creía sepultado emergería de nuevo y con mayores fuerzas.

Creí conocer a Margot, creí agotar cada posible manifestación de su personalidad, sabía de su gusto por el terror como género literario (eso, lo confieso, fue lo que me encantó de ella). En un principio temí tuviera inclinaciones similares a las mías, pero no leí en sus ojos ni en su comportamiento mayores signos de patología; sin embargo, la vida conyugal fue abriéndome los ojos sobre ciertas particularidades del carácter de Margot que, si bien se entreveían en nuestra época de novios, ahora se mostraban con mayor suntuosidad. No fue de inmediato, no, fue de forma paulatina como me iba dando cuenta de lo particular y obstinada de mi esposa es aspectos como el orden, la pulcritud y la puntualidad. Me comenzaron a preocupar algunos hechos un tanto extravagantes los cuales, por separado, reclamaban poca importancia, uno de ellos la organización de su armario: cada pieza de ropa o juego de cama conformaban un rígido arcoíris dentro de los respectivos tramos. Cada pieza de su tocador, además, conservaba el mismo y preciso lugar (más tarde comprobé la exactitud milimétrica en este acomodo), era una fotografía invariable al transcurso de los días, o semanas inclusive. Lo mismo ocurría con la vajilla, los muebles, los cojines, los cuadros y demás objetos ordenados en perfecta simetría.

Con las impurezas era sumamente intolerante, la pulcritud superaba el mantener la casa limpia, el enemigo eran las partículas invisibles contra las cuales mi esposa luchaba sin piedad. Ahora, recordando a Margot ¿acaso la vi alguna vez sin un pañuelo en una mano? ¿Acaso dejé de verla escudriñar entre los muebles y las esquinas en búsqueda de suciedades?

Una narración sobre la LocuraWhere stories live. Discover now