Requiem
El dolor regresó de pronto, cuando Karl se encontraba sentado ante el viejo piano de su desvencijado salón, interpretando una vez más el Requiem de Mozart, de la misma forma casi obsesiva en que llevaba haciéndolo durante los últimos diez días. Empezó como un pinchazo en el brazo izquierdo que fue trepando por su hombro hasta instalarse en su pecho, una opresión tan dolorosa e intensa que le hizo doblarse en dos.
Sus dedos dejaron de tocar las teclas. La música se interrumpió.
Y Karl notó la presencia de ella en la habitación.
El dolor no era tan intenso como el ataque que tuvo diez días atrás, mientras tocaba en el viejo auditorio cerrado, con las filas de butacas vacías como única compañía. En aquella ocasión se desplomó notando como la vida se escapaba de su cuerpo. Y junto a él, la presencia velada de ella y el tic tac de un reloj que sonaba cada vez más débil. Pero de pronto el dolor había cesado. El cuerpo tembloroso y maltrecho de Karl, de setenta y un años, profesor de música jubilado que cada día acudía a un auditorio clausurado a dar unos instantes de vida a aquel piano mudo y olvidado, fue capaz de ponerse en pie. Su respiración recuperó el ritmo normal, su pulso se acompasó.
Estoy bien, pensó, asombrado. La helada presencia que había creído percibir y el sonido del reloj marchito se habían evaporado. En el auditorio polvoriento sólo quedaban él y el piano.
Tal vez debió haber ido al hospital. En lugar de eso, volvió junto a su viejo amigo y sus dedos recorrieron las teclas de forma automática, interpretando una vez más el Requiem, la misma pieza una y otra vez.
Durante los últimos diez días no fue capaz de tocar otra cosa. Ninguna de las miles de melodías que poblaban su mente. Sólo el Requiem, con la maestría de sus mejores años.
Durante los últimos diez días, creyó notarla junto a él, acompañándolo cada vez que sus manos recorrían las teclas del piano. En ocasiones pudo incluso verla, sentada en la penumbra de la última fila de butacas, una joven vestida de negro, una cortina de cabello oscuro ocultando sus facciones. Había una extraña sintonía entre el viejo de cabello cano sentado ante el piano decrépito y la joven oculta en las tinieblas que lo observaba silenciosa.
Y hoy, al término de esos diez días, Karl se encontró nuevamente en el suelo, esta vez en el de su pequeño apartamento alquilado, al pie de su propio piano. Intensas oleadas de dolor recorrían su cuerpo. Todo fue difuminándose. Ella estaba junto a él, helada y fría. La cortina de pelo ya no ocultaba su rostro, que se presentaba a ratos como el de una joven de etérea belleza, y a ratos como una calavera cuyas cuencas vacías le contemplaban fijamente.
Una mano huesuda le tendió algo, un reloj de cadena dorado, que depositó sobre su pecho, ya casi inmóvil. El reloj marcaba las cuatro y diez, la hora en la que tuvo el primer ataque, diez días atrás. El segundero había permanecido inmóvil desde entonces.
— ¿Qué te ha llevado tanto tiempo? — Consiguió preguntar en un susurro. Ella permaneció junto a él hasta que de su corazón se detuvo por completo.
—Tu música era hermosa.
***