Dos

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Rumbos

El corazón me bombeaba con fuerza cuando abandoné el edificio. El aire frío de finales de octubre me rozó con cuidado, cómo si por culpa de aquel acto me fuese a romper en mil pedazos y terminase siendo otra de sus víctimas.

Lo que había pasado dentro de aquellas cuatro paredes color crema me había sobrepasado. Estaba acostumbrada a aquel tipo de entrevistas, ¡claro que lo estaba!. No era la primera vez, ni la décima, que me presentaba en la oficina de algún pez gordo con la fé de que se apiadase de mí y me terminase contratando para cualquier cosa. Me daba igual. Podría sonar mal pero era cierto, me daba igual trabajar sirviendo cafés, ayudando a un jefe de departamento, en un despacho, en algo relacionado con mis estudios, en Zara o Stradivarius. No me importaba con tal de que aquello supusiese un ingreso en mi cuenta a final de mes. El alquiler de mi caja de cerillas no se pagaba solo.

Una mujer pasó a mi lado sin despegar sus ojos de mí y estuve apunto de soltar una carcajada cuando me imaginé a mí misma parada en medio de la acera con la mirada fija y en mi mundo. Aquello era uno de mis muchos defectos y el que más de quicio sacaba a la gente que me rodeara, era capaz de transportarme a un mundo paralelo dónde solo había cabida para mí y mis pensamientos.

Sentada en el taxi me acordé de él. No esperaba encontrarme a alguien tan joven a cargo de una empresa con tantos años de reputación por lo que al instante intuí que debía de ser algún hijo.
Pero para ser totalmente sincera conmigo misma, confesaré que no fue aquello lo que más me sorprendió sino todo él. Era guapo, bastante guapo y tenía unos ojos azules preciosos que me recordaban al color del mar. Y no había otra cosa que me gustase más que el mar.
También era alto, muy alto y tenía unas manos... Preciosas. Sí. Era, y sigo siéndolo, de esas personas que se fijaban en las manos y aquellos dedos largos habían llamado mi atención.
Qué de cosas haría con esas manos. Qué de cosas harían esas manos.

El taxista carraspeó cuando llegamos a mi portal y pidiéndole disculpas le dí el dinero.
Lo había vuelto a hacer, había vuelto a mi mundo interno.

Cuando entré a mi piso Elena estaba sentada en el sofá leyendo una revista.

– ¿Qué tal ha ido? – preguntó sin levantar apenas la vista de la página dónde Blanca Suárez salía abrazada a Mario Casas.

Qué parejaza hacían aquellos dos. Qué envidia me daba la Suárez.

– Bien, ¡me han cogido! – chillé ilusionada dejándome caer a su lado.

Elena sonrió abandonando por minutos a su querida revista y aplaudió cómo si estuviese viendo el mejor espectáculo del mundo. Los ojillos marrones le brillaban de ilusión y orgullo, y aunque no le gustasen demasiado las demostraciones de amor, me abrazó con fuerza.

– Qué bien, chufi. Qué bien.

Le golpeé ligeramente el brazo cuando oí la forma en la que me llamaba. Llevábamos viviendo juntas dos años y la primera semana que compartimos piso, bebí demasiada horchata a causa del calor que hacía y bueno... Os podéis imaginar el resultado y el por qué del mote.

– Voy a darme una ducha –murmuré quitándome los zapatos de tacón que comenzaban a hacer marcas en mis pies– ¿Pedimos pizza para celebrarlo?

– Te amo, Gem. Por estas cosas adoro vivir contigo.

Puse los ojos en blanco y la dejé en el sofá. Desde luego Elena jamás tendría remedio en cuanto a pizza se trataba.

Estaba secándome el pelo cuando la melena corta de Elena apareció en el baño.

– Y dime –se sentó en la taza del váter y sonrió con malicia– ¿Está tan bueno cómo creo?

– ¿De qué hablas?

– No has comentado lo viejo, gordo y arrugado que es y eso solo quiere decir una cosa. Te conozco como si te hubiese parido – carcajeó mientras se revisaba la manicura.

Apagué el secador y le miré a través del espejo. Tenía razón y aun me sorprendía la habilidad que tenía para saber mi forma de actuar en cualquier momento.

– No está mal, no es un señor de sesenta años cómo pensábamos.

– Lo sabía –exclamó triunfante– ¿Es guapo?

Dudé si contarle la verdad o por el contrario decirle una mentira piadosa para evitar que se pasase el resto de los días suspirando por cómo podría ser mi jefe.

Es... guapo. No sé Elena, tampoco me he fijado en eso.

Arqueó una ceja pero al ver que yo volvía a poner en marcha el secador, decidió dejar la conversación para otro momento. Y se lo agradecí porque realmente no estaba preparada para hablar con nadie sobre eso.
Había pensando durante la ducha de nuevo en las sensaciones que me había provocado estar tan cerca de alguien así y no es que fuese un caso de admiración, se trataba de algo más intenso. Algo para lo que aún no estaba preparada.

Cuando terminé de secarme el pelo y Elena se cansó de observarme sentada en el retrete, juntas nos sentamos en la mesa baja del salón y cenamos pizza cómo le había prometido.

El resto de la noche lo dedicamos a ponernos al día y fue ahí donde ella comentó que estaba pensando en cambiar también de trabajo. Ella era feliz cómo camarera en una cafetería del barrio pero quería dar un paso hacía adelante y comenzar a dedicarse a tiempo completo a la fotografía. Y es que ella era realmente buena en lo que hacía.

Cuando el sueño hizo presencia en ambas y tras recoger la mesa, nos fuimos cada una para su cuarto no sin antes darnos el famoso beso de buenas noches.
Y digo famoso porque a todo el mundo que venía a nuestro piso le sorpendía que nos diésemos las buenas noches con un sonoro beso en la mejilla.
A las dos nos hacía sentir cómo en casa ese gesto y desde que una vez de broma lo hicimos, no habíamos roto con aquella tradición.

Con cansancio y una sonrisa a causa de nuestras locuras, me dormí esperando que aquel nuevo rumbo que estaba tomando mi vida llevase a buen puerto.

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⏰ Última actualización: Jun 05, 2018 ⏰

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